Jueves, 10 de la noche.
Un río de agua turbia baja por la carretera, casi podría navegarse.
Desde la ventana no veo el paisaje de siempre, hoy no, ahora solo veo una masa negra que absorbe, implacable, todos los motivos en los que suelo entretenerme.
No está la pequeña casita en la que una entrañable pareja de ancianos acostumbra a desahogarse a gritos con sus ocas y gallinas, no está la luz de la fábrica de hormigón donde los vecinos compran pan cada mañana, no está el Miño, ni la presa, ni los montes, ni las obras ni los coches; no hay más que un par de luces de farolas tristes, que parecen no tener ya ganas de alumbrar. No hay nada, y es así como me siento.
Doy un paso atrás y reflexiono, la luz intensa de la habitación me devuelve al mundo del que el ente oscuro que cubría mi paisaje había logrado abducirme por unos instantes, pero sigo sin ver nada, no dentro de mí. Me veo reflejado en el cristal de la ventana y me siento translúcido, vacío, siento que la luz triste de las farolas puede atravesarme, me siento tambíen cubierto por un manto negro que me aplaca, y cada vez más débil, ya casi ni me siento.
Ya no quiero nada, ya no siento nada, ya no creo en nadie, ya no tengo ganas de mirarme, ya no quiero imaginar lo que otros ven cuando me miran, porque puede que ya no esté, puede que no vean nada o que nunca lo hayan visto, puede que todos estos años no haya sido más que un soplo de aire frío que se nota nada más cuando molesta, o tal vez ni siquiera eso.
Siento ideas bailar en mi cabeza, están de fiesta, charlan alegres y lloran de la risa viendo mi incapacidad para verbalizar mi pensamiento. Quiero decir cómo me siento pero no puedo, porque no hay palabras que puedan expresar la sensación que ya no tengo, la absoluta falta de interés, de capacidad, de sueños. No hay nada ya de lo que no hace tanto hubo en mí, de lo que me llevó un día a desprenderme de todo aquello que fuí para terminar siendo lo que hoy soy, nada.
Intento por un instante recordar aquel momento felíz que ya no sé si llegué a vivir, pero no puedo. Miro al frente, mi silueta cada vez se hace más débil en el cristal ,que parece no querer ya reflejarme. Reflexiono, miro el río de agua turbia que baja indiferente por la carretera y me dejo engullir por la masa oscura que había devorado mi paisaje.
Navego ahora las aguas turbias de ese río hacia un momento de presencia que nunca antes tuve. Ahora soy yo la luz triste de farola que rompe la oscuridad del silencio sepulcral de un tanatorio.
Mi luz alumbra lágrimas, lamentos y preguntas de todos cuantos llegaron a conocerme, aunque ninguno lo hiciese, pero no alumbra, sin embargo, ese momento feliz que en realidad nunca existió y se atenúa con el tiempo hasta apagarse para siempre.
No existo ya, pero no siento nada nuevo, soy ahora y ya por siempre lo que nunca dejé de ser, nada.