Que cosa tan extraña es esto de la poesía. De la población habitualmente lectora en España, un siete por ciento, sólo un 0,2 por ciento de ésta lee poesía. No proporciona poder ni gloria. La mayor parte de los poetas que han alcanzado la inmortalidad han muerto como auténticos desconocidos salvo para los iniciados, cuando no en la indigencia, caso de Verlaine, Machado, Gabriel Celaya o Rubén Darío. Imposible ganarse la vida escribiendo poesía. El poeta ha de ser, además de poeta, otra cosa para poder sobrevivir. En nuestra ciudad, el poeta maldito, adscrito a la generación Beat y a la de los cincuenta, Carlos Oroza, que murió hace cinco años, poco después de recibir la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes, frecuentaba cuanta inauguración con pinchos existiera en Vigo para matar el hambre. Y eso que decía que, en su maltrecha casa de Cangas, sin calefacción, sin agua caliente, podía pasarse una semana con un tomate y una naranja.
Sin embargo, la poesía, que produce la misma indiferencia que veneración, es el único género literario incontestado. Se ha certificado, varias veces, la muerte de la novela, algunos abominan del teatro y a otros el ensayo les parece un género aburrido. Pero la poesía no tiene enemigos. Se entienda o no, todo el mundo le reconoce el mérito, su incalculable valor. Es como las ciencias, nadie las discute, nadie les quita el mérito a la Física, a la Matemática o a la Geología. Quizá los más críticos se atrevan a objetar que las ciencias son visiones parciales de una realidad que debería comprenderse en su conjunto. Con la poesía ni eso ocurre. ¿Y saben por qué?, porque la poesía es en sí un absoluto. El crisol donde cobran su más alto sentido las palabras y nosotros, los humanos, somos ante todo palabra.
En los tiempos en que Carlos Casares era director de Galaxia, sostenía, que por mucho que no se vendieran libros de poesía, una editorial tenía la obligación moral de mantener activa una colección de poesía. Lástima que no sigan su ejemplo la mayoría de las editoriales poderosas.
La colección de poesía Eiras Vedras, que hoy tiene la fortuna de publicar un libro fundamental de un poeta consagrado, Antonio García Teijeiro, es una colección milagro debida al esfuerzo de Moncho Conde-Corbal, artífice de El Cercano, y al trabajo desinteresado de cuantos colaboran en ella. Ajena a la industria editorial y sin patrocinadores oficiales, mantiene vivo un premio anual de poesía y, a pesar de su humildad, ha conseguido sacar ya a la luz un buen puñado de títulos.
Presencias marcadas y otras presencias, el libro del poeta Antonio García Teijeiro que hoy presentamos, es un libro despiadado, tengan ustedes cuidado. Contiene altas dosis de poesía pura. Cuidado con la sobredosis. Sus poemas parecen esencias inocentes que flotan con dulzura en las páginas, pero son letales: atraviesan el corazón, parten el alma, revelan el espíritu oculto del amor, del tiempo, de las emociones. Son minúsculos, destilaciones del verbo, partículas atómicas del lenguaje. Cada uno de ellos se basta por sí mismo para explicarnos el misterio del mundo: nuestros deseos, nuestra tristeza, nuestras aspiraciones. Se podrían llevar como un diamante sobre el cuerpo desnudo, o como una cucharadita de jalea real bajo la lengua.
Creo que García Teijeiro es el poeta del cristal, de la esencia, del fuego abstracto.
Toda poesía verdadera es néctar, alimento sin pulpa. Algunos poetas saben a vino, otros a jugo de frutas, pero Antonio sólo sabe a agua pura. A lo que sabe el manantial, el río, el zumo de las nubes. A lo que, por un instante al menos, nos quita de verdad la sed.