Reconocer los propios errores es difícil, produce retortijones de carácter, se nos hace cuesta arriba. Yo me reconozco como un error total, un error natural, un error vacui, por eso no me cuesta tanto trabajo reconocer que me he equivocado muchas veces en mi consideración peyorativa de los políticos, uno a uno y en general, tengan o no dedicación exclusiva a fastidiarnos mientras se lucran, o lo hagan en sus horas muertas, que son muchas. Dije muchas veces que el paro real de este país es mucho más espeso que el que muestran las falsas estadísticas, porque parado, lo que se dice parado, es aquél que no se mueve, y yo, en mi error de perspectiva, consideraba que ese millón largo de políticos y adláteres que los acompañan, están parados mamando la savia del tronco nacional. Pero no, me confieso completamente equivocado, los políticos actuales y pasados no es que estén quietos, dejando que la carcoma actúe, sino que son gentes activas, muy activas, se podía decir que a veces demasiado activas, produciendo la inanidad más absoluta, la modernidad más caduca, la oxidación más fresca. Y confieso humildemente mi falta de perspicacia al creer que este país no se merece a estos políticos que no lo tienen en cuenta para nada, sirviendo a amos que nadie conoce, y yo tampoco, en una confabulación a todas luces y sombras inexistente, sino que son ellos los que no se merecen a estos desagradecidos que los están denostando a cada paso firme que dan hacia el abismo. Si alguien, de entre todos estos servidores públicos, vende una urbanización de protección oficial a un fondo de inversión, yo, que en un primer momento creí que se trataba de un latrocinio, es decir, de un robo a cara descubierta de aquello que no les pertenece, para embolsarse unas comisiones con las que poder llevar a los nietos a la playa, he de reconocer de nuevo mi total bisoñez, y tengo que decir que si lo han hecho bien hecho está, por algo será, el último que ríe, ríe mejor y si los niños disfrutan con sus palitas, sus rastrillitos, sus amiguitos, sus castillitos de arena, pues bien empleado sea, ¿quien soy yo para poner en entredicho que, además de llevar a los niños a la playa, entre también en los planes de esos políticos honrados a carta cabal el íntimo deseo de que esos pequeñuelos tengan el porvenir asegurado en dos o tres generaciones y puedan vivir a cuerpo de rey, así sean unos zoquetes que jamás sobrevivirían en una sociedad justa e igualitaria?. Sería como decir que estoy en contra de la transmisión hereditaria de un patrimonio aunque este se haya fundado en un crimen. La propiedad privada de lo propio y de parte de lo ajeno es un pilar fundamental de la sociedad moderna occidental y democráticamente bien entendida.
Si un tribunal constitucional dicta que la plusvalía de los Ayuntamientos es ilegal por confiscatoria e incongruente y, después, la ministra de la rama proclama a los cuatro vientos congresuales que eso ella lo va a arreglar en dos patadas, en un dicho y hecho, en el próximo lunes en el próximo consejo de ministros, y si los golfos aplaudidores congresuales aplauden con las orejas que les acaban de servir de pabellón auditivo a semejante desfachatez, he de reconocer que yo veo, oigo y palpo la realidad con un sesgo completamente erróneo, que dónde huelo robo hay buena intención, que dónde hay persecución a lo ajeno solo hay distribución de riqueza, que dónde se martiriza a los indefensos súbditos, violinistas virtuosos paganinis de estas élites intelectuales, sólo hay deseo de santidad para ellos y sus descendientes para que así entren más deprisa en el Reino de los Cielos socialista, ya que los pobres heredarán la tierra. Quemada.
Ahora, yo me pregunto de dónde me viene esta recalcitrante caída en el error, en la falsa visión de las cosas que hacen los políticos. Me he psicoanalizado al estilo de los grandes psicoanalizadores, atendiendo a mis desvíos inconscientes, a mis apetitos sexuales, a mis sueños infantiles y he sacado la conclusión de que el mal no está en mí, sino en las ondas electromagnéticas que me rodean, producidas por los cacharros de internet, de la radio, de la televisión y los ronquidos que produzco por la noche. Un amigo psiquiatra me ha dicho, por llevarme la contraria, que mi mala perspicacia se debía a la envidia, a la frustración de no poder ser como ellos. No lo creo. La envidia de la virtud no es envidia (“…la envidia de la virtud hizo a Caín criminal, gloria a Caín pues el vicio es lo que se envidia más, etc ”), por lo tanto si yo desease ser como los políticos al uso, sacando tajada para mí y mis amigos, ¿quién podría decir que eso es un defecto, un vicio malsano?. No: el culpable de mis desdichados errores es el bombardeo constante de impulsos de origen desconocido, transportado a través de las ondas, que me encojen el cerebro, me producen irritación y me hacen estar siempre al borde de un ataque de nervios, haciéndome jurar en arameo, idioma muy apropiado para que oigan los sordos, vean los ciegos y se rasquen el culo los mancos, alabado sea el señor. ¡Ah, el Error, el Error…!,como diría Conrad al final de “El corazón de las tinieblas”. ¿o era el Horror? No sé, como me equivoco tanto…