Cuando era joven, o mejor dicho, cuando no era tan viejo, tenía compasión, condescendencia y, por que no confesarlo, admiración por las personas que gobernaban el Estado. Desde subsecretario hasta presidente del gobierno, pasando por diputados, -los senadores no, que ya veía yo, de aquellas, que los senadores solo sirven para calefactar escaños-, ministros, directores generales de la cosa pública, la república, me parecían gentes esforzadas, y hasta llegaron a producirme cierta ternura, a mí, que soy más de pescado. Me parecía que si gobernar la propia casa era una tarea tan difícil, gobernar un país tenía que ser una encomienda hercúlea; si estirar una nómina hasta fin de mes era ingeniería financiera, qué no sería distribuir los impuestos recaudados, de forma equitativa, justa y eficiente, para que todos los vecinos de esta finca disfrutaran de una vida apañada.
Pero con el paso de los años, y a la vista de las atrocidades cometidas, fui perdiendo mi confianza, mi esperanza y mi condescendencia. Ya no me parece que gobernar una casa y gobernar este país se parezcan en nada. Yo, mi casa, la gobierno más mal que bien, soy un ectoplasma anarcoide y, a veces, tengo dudas de que no me pueda quedar atrapado en el interior del espejo del cuarto de baño, una mañana de esas en las que me miro los ojos y no me reconozco, o me saco la lengua en un gesto de burla, como si un médico me dijera a ver saque la lengua y tosa, por ese orden. Pero a pesar de estas derrotas cotidianas, aun sigo teniendo fe en que los principios inmutables de mi casa sigan siendo eso, principios inmutables. Por ejemplo, tengo confianza en que la cerradura de la puerta tenga la amabilidad de adaptarse a la llave que he elegido para abrir; o que cuando giro la manilla de un grifo tenga como corolario el hecho de que surja un chorro de agua; o que se encienda la bombilla simultáneamente a mi gesto digital en la llave de la luz. O que no me precipite al vacío del piso inferior donde sería irremisiblemente devorado por un coro de perros del ejército ruso. En fin, principios, algo a lo que agarrase para no caer desmayado, o incluso muerto, por el fogonazo de la vida absurda.
Pero veo que los gobiernos y todo su correaje ya no tienen ni un solo principio racional, o coherente por lo menos. Parece que hubiera un concurso de ocurrencias absurdas en el que se hubieran apuntado todos los gobernantes y sus mayordomos, a ver quién es el que la hace más gorda. Unos vienen y otros se van, pero el delirio permanece. Por ejemplo, esto últimos aparecidos habían decidido anular un contrato, con la muy democrática república de Arabia Saudita, para la venta de unos misiles, con la disculpa de que podrían ser utilizados para masacrar inocentes. Siempre fui de la creencia de que las armas se utilizan para matar, incluso los tirachinas infantiles se han cargado pájaros distraídos. De esa certeza ya nadie me mueve, y no hay mejor arma que el arma muerta. No me vengan con la disuasión. Y si no quieren fabricar bombas, cumplan el contrato y cierren la fábrica definitivamente. Sí, pero ¿y el empleo? El desempleo también mata, qué dilema se nos presenta, el desempleo mata votos y paciencias.
Si usted y yo firmamos un contrato, digamos de trabajo, por seguir con lo del paro, lo último que se nos ocurre es incumplirlo, porque mal que bien a usted y a mí nos han educado para que cumplamos lo que firmamos. Y si no cumplimos nos atenemos a las consecuencias. Pero como los Teletubis han llegado a los ministerios le preguntan al Papa cómo se puede ser más papista que él. Y si el Papa es pacifista, yo mucho más. Y si el papa es feminista (no se me escojonen), yo el triple de feministo. O se dirigen a los compradores de misiles y les sueltan la monserga de que prométanme ustedes que estos supositorios que les vamos a vender no serán utilizados para masacrar infieles desarmados. Y los árabes sauditas, que son ricos hasta el asco, y les sale el petróleo por las orejas, hasta mean petróleo, qué tíos, no tienen paciencia y les contestan que faltaría mas, qué miedo, ya os diré yo donde voy a meter el misil tan pronto esté montado en el avión Phantomas invisible que me vendió USA.
Las ocurrencias están bien y suelen hacer reir, que tanta falta nos hace. Nosotros nos escojonábamos con las ocurrencias del Polilla en la taberna de la Encarnación. Eso sí, ayudaba el ambiente, el vino, y esa hora de la tarde en que todo puede quedar aplazado porque se acaban el día y las prisas. Si el partido político que escofina temporalmente el poder escoge a mi primo como ministro de energía LGTB Alternativa, o de cualquier otra cartera ministerial inventada por don Antonio de Saint-Exupéry, yo estaría encantado, pero sobre todo estarían encantados sus colegas del Consejo de Ministros, porque ya saldrían de allí con las ocurrencias meadas, y se lo pasarían de vicio repasando los Decretos Ley del día. Para las ocurrencias también hay que tener arte, ser un profesional, llevar a Groucho Marx en la sangre, y tener cuidado de no parecer el tonto solemne del pueblo cuando dice una chorrada majestuosa. Que es lo que parecen estos colegas y los otros, por mucho máster falso que se hayan fumado en el váter, que les provoca la risa floja, porque este costo es de primera. Tío. Gobernar un país con los delirios producidos por malas digestiones no parece lo mejor para nosotros pecadores, los gobernados. Si un alcalde, alumbrado evidentemente, sale a la pista central del circo a anunciar que se van a encender nueve millones de bombillas para que la Navidad Jubilosa de su pueblo pueda verse desde el espacio exterior, tienes que tener la calma de pensar que es una ocurrencia, que la noticia es falsa, que eso no ocurre en tu país y que, cuando amanezca, se habrá acabado la pesadilla. Tienes que volver a la edad de la inocencia para no cortarte de un tajo las venas, que diría el cantautor, y volver a hacer la declaración de la renta el año que viene sin acordarte de los muertos de nadie, a pagar el IBI y a no pensar definitivamente en el exilio.