Hablar con Javier Fraiz (Ourense, 1986) es pedirle a Eduardo Rodríguez una copa en los ciclos de jazz en el Latino, escuchar los consejos de Carlos Álvarez en Peggy Récords y sentarse a viajar por el mundo a través de los conciertos en el Café Pop Torgal. El periodista ourensano juega con las palabras en “Abro comijazz” (editorial Libros.com), para sentir el jazz a través de la crónica y de la literatura. Un repaso a la última década a través de crónicas musicales con la compañía de Ron Carter, Jorge Pardo, Al Foster, Carmen Souza, Sarah McKenzie o Wynton Marsalis, entre otros. Veía complicado llegar a publicar un libro y agradece a sus 160 mecenas el apoyo, pero hace propósito de enmienda con el jazz y se compromete a ir a New York más pronto que tarde, tras cancelar un viaje en su luna de miel “en la víspera, por el miedo insuperable a tener que volar”.

–El jazz se siente con la música, pero, ¿se puede sentir con su libro?

–Eso que se suele decir sobre el jazz, que es improvisación y libertad, se traslada, salvando las distancias, a la hora de escribir sobre jazz, porque obedece a los mismos patrones. La clave es dejarse llevar por las emociones que transmite la música en directo, sea jazz o cualquier otra, e intentar rodear la descripción de una actuación con los sentimientos que te provoca.

–Ron Carter es la portada, es el inicio y casi es el fin del libro.

–Es una especie de hilo conductor. El suyo fue el primer concierto de jazz al que acudí en el Latino, en el festival de mi ciudad. Me fascinó ver que era posible tener cerca, en casa, a alguien tan relevante como Ron Carter, el contrabajista que ha participado en más álbumes de jazz, integrante de uno de los grandes quintetos de Miles Davis. Ese primer concierto supuso precisamente eso, acercarse a una leyenda sin salir de Ourense. Fue, por otra parte, mi primera inmersión en la crónica periodística sobre el jazz. Por eso Carter, en una fotografía de Jesús Regal, es la portada del libro. Me marcó de tal manera que quería destacarlo.

–Xose Miguélez, en el prólogo, habla de aprender a convivir con el miedo. Entrarle a Ron Carter te causaría alguno a ti.

–A veces, emociones negativas como pueden ser el miedo, acaban siendo acicates. Es preciso abordarlas de un modo que resulte motivador. A veces, el miedo te paraliza o disuade, pero otras es el empujón necesario para lanzarte por fin a hacer lo que quieres hacer. En este caso, fui capaz, no sé si por suerte o por casualidad, de derribar ese muro inicial que presuponía cuando le propuse una entrevista mientras se preparaba para la prueba de sonido. Esa conversación me abrió la puerta del jazz de par en par. Con el libro quiero hacer ver que, lejos de considerar a este género como una música difícil, inaccesible, no lo es para nada. Hasta el punto de que alguien tan bisoño como yo en aquel momento podía hablar con alguien tan grande como Ron Carter. Si de algo puede valer este libro, espero que sea de reivindicación de ese idioma universal que es el jazz: el de la emoción, la libertad, la verdad.

–El jazz se define en el libro como veneno, un arte que no se enseña o el novio que no querrías para tu hija. ¿Cómo definirías tu el jazz?

–(Piensa) Como una música verdadera, sincera, accesible y asequible, emocionante y libre en todos sus aspectos, que no obedece a patrones inamovibles de tiempo ni de ritmo ni de épocas. Es la música más verdadera y libre que ha existido. Me gusta mucho cómo lo describía el pianista Dave Brubeck: el jazz es pura libertad dentro de la disciplina.

–En “Abro Comijazz” hay un maridaje literario con el jazz y con referencias gallegas, como el licor café o los “vasos tintineando”.

–(Risas) Sin querer hacer apología del alcohol, o esa no es la intención, lo cierto es que el ambiente que se siente, que se respira y que se saborea en los clubes en los que se toca jazz, va ligado al acompañamiento de una copa o de un café, de ese ocio que la pandemia nos ha quitado. De esto también trata este libro, de recopilar la nostalgia de lo felices que éramos apiñados en un club escuchando música en vivo; de lo felices que ojalá volvamos a ser muy pronto.

–En una crónica hablas de Al Foster como un abuelo. ¿Fue tu abuelo por un instante?

–(Risa) Yo no conocí a mis abuelos varones, así que hice una asociación genérica para reivindicar el poder de la experiencia y del valor de los años y de la sabiduría acumulada. Fue una forma de refutar ese estigma injustísimo, esa triste etiqueta que a veces se les pone a los ancianos como ciudadanos que ya no tienen nada que aportar, cuando en realidad es todo lo contrario. Son los testigos vivos del pasado, los mejores consejeros para saber encarar el futuro. Al Foster, del que Miles Davis dijo que atesoraba todo lo que se necesitaba de un batería, tenía esa capacidad intacta a pesar de los años. Es algo que destaca en el jazz por encima de cualquier otra música: que muchos artistas siguen tocando y haciendo giras por todo el mundo hasta los 80 o los 90 años. Ves que les cuesta caminar, pero siguen manteniendo la eterna juventud encima de un escenario.

–El libro repasa una década y hay una frase de Enrique Morente que lleva a la época de la piratería. Dice que “es un mal menor, pero si no se resuelve pronto me veo vendiendo mantas”. ¿Gana o pierde el jazz con las nuevas plataformas?

– Creo que la piratería tuvo un impacto durísimo para las tiendas de discos en su momento, sobre todo. La piratería es un mal recuerdo del pasado. Hoy el ‘streaming’ permite abrir la puerta de par en par a personas interesadas en profundizar en un estilo o hallar conexiones con otros. El algoritmo de las plataformas a veces te satisface ampliando tu campo a partir de tus gustos, aunque nunca sustituirá al prescriptor de discos en las tiendas. Esas personas, como Carlos de Peggy Records de Ourense, te conocen casi como si fueras de la familia. Las nuevas plataformas tienen cosas positivas pero no apagan las ganas de comprar un disco, para conservarlo, o de asistir a un concierto, una de las cosas que yo más extraño.