¿Es Estados Unidos una república bananera? Nadie se habría atrevido a decir algo así hace apenas cuatro días de la mayor superpotencia económica y militar de la historia, salvo, quizás, un Nicolás Maduro en pleno éxtasis durante uno de sus habituales discursos en la televisión venezolana. Estados Unidos es una república. Correcto. Pero no está ni siquiera en la lista de los 100 principales productores de plátano del planeta. Por lo tanto, no lo es en el sentido literal, en este caso, frutícola. Respecto al significado peyorativo del término, este país ha demostrado una solidez democrática incuestionable en sus 250 años de vida. Sus ciudadanos nunca han caído bajo el yugo de una dictadura. Lo que es casi un milagro político en la historia de la humanidad.
A pesar de estos precedentes, el ex presidente George W. Bush no ha dudado en calificar el asalto al Capitolio de Washington por parte de los trumpistas más radicales como propio de una «república bananera».
Y aunque no llegó a citar directamente al presidente en funciones, está claro que el ‘plátano macho’ de esta historia es Donald Trump. Y no es por el color de su cabello, sino por su aliento a las protestas contra un supuesto fraude electoral que lo iba a desalojar de la Casa Blanca el próximo 20 de enero. Un comportamiento inaudito que podría expulsarlo del cargo antes de lo previsto si finalmente prospera el proceso de destitución.
«El asalto al Capitolio demuestra lo frágil que es la democracia», explica desde Copenhague la politóloga Marlene Wind, autora del ensayo La tribalización de Europa (Ed. Espasa). «Su importancia trasciende a Estados Unidos ya que este suceso se percibe como una representación de la nueva debilidad de Occidente, especialmente desde China y Rusia».
Wind, académica de prestigio que se hizo famosa en España por vapulear en un debate en Dinamarca al ex presidente de la Generalitat Carles Puigdemont, cree que las imágenes de la revuelta que acabó con cinco muertos esconden un enorme significado: «Esto va a hacer que sea mucho más difícil luchar contra las autocracias en el resto del mundo, porque sus líderes se sentirán menos presionados por las lecciones morales de las democracias liberales».
La aluminosis patente de la democracia estadounidense ha puesto en alerta al resto de las democracias. Se ha despertado un temor al efecto contagio del virus populista. Más aún con elecciones tan importantes para el horizonte de Europa como, por ejemplo, las alemanas, país que ya no contará con el liderazgo de Angela Merkel.
El populismo puede verse reforzado con un panorama social y económico tan sombrío por culpa del coronavirus. Lo sucedido en Washington refleja su poder de seducción, incluso cuando es derrotado en las urnas. En Estados Unidos se ha mostrado más peligroso para las instituciones que cualquier ataque de un enemigo exterior.
¿Puede entonces un único líder protagonizar semejante crisis institucional? La historiadora y periodista Anne Applebaum, autora de Twilight of Democracy: The Seductive Lure of Authoritarianism (en castellano, Crepúsculo de la democracia: la atractiva seducción del autoritarismo), cree que este problema en su país tiene un mayor alcance. «Trump no es el único culpable. Docenas de republicanos le han apoyado durante meses y son también responsables de hacer creer a mucha gente que no había perdido las elecciones. Este partido va a tener que dar muchas explicaciones».
Esto confirma la tesis de que la degeneración democrática es un proceso largo, que no surge de un fogonazo como el sucedido el pasado Día de Reyes. Trump ha conseguido contaminar el Partido Republicano, hacerlo suyo, en un mandato. Hablamos de una institución de una enorme tradición política. De sus filas salió el presidente más importante de la historia del país: Abraham Lincoln.
Trump no es el único culpable, docenas de políticos republicanos llevan meses tratando de convencer a la gente de que él ganó las elecciones
ANNE APPLEBAUM
La estrategia del victimismo que estas semanas tan bien ha utilizado Trump es practicada por todos los populistas. Y es muy efectiva. Está basada en localizar un culpable que asuste a gran parte de la población. Una conducta estudiada por la periodista e intelectual turca Ece Temelkuran en Cómo perder un país (Anagrama), un libro en el que extrapola la deriva autoritaria de Ankara a otras democracias infectadas. «Acabamos de asistir al primer intento golpista de Estados Unidos dirigido a través de Twitter», apuntaba en caliente mediante mensaje la misma noche que todo el mundo asistía estupefacto al cerco al Capitolio. Por el momento el gran arma de los populismos, la bomba atómica de Trump ha sido desactivada. El presidente ya ha vivido su impeachment virtual. Las redes sociales con las que lanzaba sus mensajes decidieron bloquear sus cuentas. Censura que ha desatado una gran polémica.
El populismo va dejando rastros, apunta Temelkuran, que hay que seguir, identificar y evitar que lleven a una dictadura. Ella lo sabe bien. Fue despedida de su periódico y se vio obligada a abandonar Turquía por criticar al gobierno de Recep Tayyip Erdogan. La degeneración política que describe nace siempre con un «movimiento» que promete atacar a las minorías y no se considera «un partido al uso». Los populistas venden ser los representantes de «la gente normal», las «víctimas del sistema». La infantilización de su mensaje y las mentiras constantes, que percuten sin cesar hasta convertirse en verdad, son el caldo de cultivo del siguiente paso: el desprestigio de las instituciones.
Si estas se muestran independientes, como ha sucedido en Estados Unidos, son acusadas de «atacar la voluntad popular». Una estrategia sufrida primero por los jueces, que no vieron fraude electoral, y esta semana por el Congreso. Una presión sin límites, que llegó incluso a asfixiar al vicepresidente Mike Pence, fiel incondicional a Trump durante todo su mandato, que se vio obligado a dar un paso atrás ante la deriva de los acontecimientos.
Para Marlene Wind, la construcción de esta narrativa falsa ya la pudimos ver en el Brexit, con Orban en Hungría y en las elecciones que dieron la victoria a Trump en 2016. «Esto va a dificultar mucho la cura de las heridas de estas naciones en el futuro», afirma. Tanto que, cuando se pregunta si democracias tan consolidadas como la inglesa y la estadounidense corren el riesgo de algún día de convertirse en dictaduras, lanza una respuesta inquietante: «Probablemente no de forma inmediata, pero la polarización basada en mentiras es el primer paso en esa dirección».
¿Y España? Asusta plantearse si nuestra democracia sería capaz de resistir semejante estrés institucional, un coletazo de un trumpismo ibérico desatado. «Ya nos hemos enfrentado a tsunamis políticos, como pudieron ser el 23-F, el desafío independentista y la crisis de la Corona», opina por teléfono Sebastián Lavezzolo, profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III y experto en populismo. «Por el momento, España ha demostrado ser resistente».
El índice internacional medidor de la libertad Freedom House no nos pone en cuarentena, aunque hemos retrocedido dos puntos en su último informe. España tiene una valoración de 92 sobre 100, cuatro puntos por encima de EEUU. Una puntuación que no hace que España esté vacunada frente a este brote vírico.
La crispación política nacional no desciende. No ha habido tregua ni durante la pandemia. Tenemos un PSOE y un PP incapaces de llegar a ningún tipo de acuerdo y los partidos con mayor genética populista mantienen su influencia en el tablero político. Las encuestas consolidan a Vox como tercera fuerza y Podemos forma parte del Gobierno condicionando muchas de sus políticas.
Lavezzolo considera que es imprescindible para evitar sustos no perder de vista las corrientes de fondo que provocan brotes como el de Washington, que son el combustible para los perdedores de la globalización y aquellos que más sufrirán el impacto de la revolución tecnológica y de los procesos migratorios. «El desafío a la democracia representativa siempre es inquietante» -afirma-. «Esta puede ser sólida hoy, pero mañana no existir».
Con esta angustia permanente del suicidio democrático, descifrar el mundo de hoy cada vez resulta más difícil. Más aún si se pretende mirar al largo plazo. Para ello recurrimos a Peter Turchin, biólogo experto en cliodinámica, una disciplina científica que estudia los acontecimientos del pasado a través de las matemáticas. Su interpretación del big data pretende predecir el futuro.
«No me sorprende lo ocurrido el 6 de enero», reflexiona Turchin en un texto que remite a Papel desde su despacho de la Universidad de Connecticut. «Después de todo, mi propio modelo indica que las presiones estructurales para la inestabilidad en Estados Unidos van en aumento».
En 2010, Turchin publicó un artículo en la revista Nature que contradecía las predicciones optimistas de sus colegas sobre la década que daba comienzo. Entre muchas cosas, auguró que tanto EEUU como Europa occidental vivirían el ascenso del populismo. Eso lo escribió en una época moderadamente optimista, cuando Barack Obama, con menos de un año en la Casa Blanca, acababa de ganar el premio Nobel de la Paz y ejercía como la gran esperanza política.
Turchin acertó.
Entonces, ¿qué va a suceder? Este científico estadounidense nacido en la URSS explica que medir la violencia política futura es difícil, pero está seguro de que la pandemia ha profundizado los problemas que él detectó hace una década, como la desigualdad y el aumento del paro de jóvenes con formación universitaria. A eso hay que sumarle hoy un endeudamiento brutal de los Estados por culpa del pandemia.
«Quizás el impacto del asalto al Capitolio impulse a nuestros líderes políticos a tomar medidas que aborden estas presiones estructurales. La más importante es invertir la tendencia del aumento del empobrecimiento […] La Administración Biden tiene dos años para darle la vuelta al Titanic que es EEUU. ¿Tendrá éxito? -se pregunta-. «El futuro lo dirá».
Hasta entonces sólo queda confiar en que Estados Unidos recupere la estabilidad, porque su papel tanto como superpotencia como democracia marca el destino del mundo. Que la única república bananera citada por George W. Bush sea Banana Republic, la popular firma estadounidense de ropa, y nunca un epitafio político.