Hace muchos años conocí a un alcalde recién llegado a su sillón que tuvo una buena intención: ‘rodearse de un conjunto de convecinos, ajenos a determinados intereses políticos de partido, con quienes departir un ratito cada día al objeto de fijar sus ideas, igual que lo pies, al suelo de su ciudad’. La intención no duró más de dos o tres reuniones, en parte quizás debido a que no eran siquiera espontáneas sino casi de sanedrín oficial. Al principio del actual mandato del alcalde ourensano, en una ocasión que se dejó caer por elcercano le presenté a un par de personas con las que estaba tertuliando y le comenté la conveniencia de volver de vez en cuando con el único propósito de saber que pensaban éstos que no son sino ciudadanos libres con opinión autorizada por su experiencia vital y conocimiento adquirido a lo largo de los años. No tuvo eco la sugerencia, sino, por el contrario, pudo haber producido la reacción contraria, de alejamiento, no sé si porque coincidir con el que puede no pensar igual y además no se calla provoca urticaria o algo parecido al gobernante. En fin, si llegase Jácome a la alcaldía alguna vez, le diría lo mismo, dejarse caer por lugares como elcercano en las horas donde hay gente interesante y preocupada por la convivencia en la ciudad, y “a escuchar”, porque por algo tenemos dos orejas y una sola lengua. Y si fuera cualquier otro lo mismo si tuviera oportunidad.
Y ya entro en materia. Porque hoy la cosa va de ruidos. De esos ruidos provocados en los espacios públicos y que sobre todo en verano parecen obligados por una suerte de política que no debió leer ‘ni de coñas’ a Pascal Quignard. Bueno, yo tampoco lo había leído, pero la ventaja de estar todos los días con personas bien leídas es ésta, que te descubren autores tan interesantes como este escritor francés tan relevante. Los políticos se empeñan en darnos ruido, y más ruido, y más, mucho más del que puede soportar cualquier persona cuyo umbral de decibelios sea normal, sin reparar en que nadie puede protegerse de el. Como dice Quignard: “No hay terraza, ventana, torreón, ciudadela, mirador panorámico para el sonido. No hay sujeto ni objeto de la audición. El sonido se precipita. Es el violador. El oído es la percepción más arcaica en el decurso de la historia personal -está incluso antes que el olor, mucho antes que la visión- y se alía con la noche”.
La noche, el oído se alía con la noche, dice el filósofo, pero la noche está para dormir, o descansar en cualquier caso, para reparar con el sueño la vitalidad que al día siguiente nos exige la ración laboral e intelectual o afectiva, etc. Pues aquí está la denuncia del PANORAMA desolador que acontece con el puñetero ruido que con excusa de fiestas meten orquestas con watios hasta decir basta que se oyen en el quinto pino, o en las Torres del Pino donde vive el vecino que me cuenta la tortura a que está sometido desde hace días por motivo de este ‘ruido’. ¿De verdad no se dan cuenta de la justicia y rectitud que encierra la frase de Rousseau, “la libertad de uno termina donde comienza la de otro”? ¿Y hay más importante libertad que la que nos permite dormir? Pero si hasta de las torturas más implacables da buena cuenta Guantánamo, donde no dejaban conciliar el sueño a los presos por medio de altavoces sonando continuadamente con música. ¿Habrán pensado, además, los que consienten este ruido infernal, en la irresponsabilidad que supone no dejar descansar al que el día después debe operar al enfermo, o llevar el volante de un autobús, por citar tan solo dos ejemplos gráficos contundentes? Siguiendo a Quignard, “No hay sueño para la audición. Por eso los instrumentos que despiertan apelan al oído. Para el oído es imposible ausentarse del entorno”; además ” Orejas, ¿dónde está vuestro prepucio? Orejas, ¿dónde están vuestros párpados? Orejas, ¿dónde están la puerta, las persianas, la membrana o el techo? Pues eso, como este autor, que habiendo sido músico se alejó de ella y escribió el tratado que tituló EL ODIO A LA MÚSICA: precisamente por el uso coercitivo y repugnante de la música. Amplificada hasta el infinito por la invención de la electricidad y la multiplicación de su tecnología, se volvió incesante, agrediendo noche y día en las calle comerciales de las ciudades, las galerías, los pasajes, los supermercados, las librerías, los cajeros donde se retire dinero, hasta en las piscinas, hasta a orillas del mar, en los departamentos privados, en los restaurantes, en los taxis en el subte, en los aeropuertos. Incluso en los campos de la muerte; este autor y la frase “Odio a la música” expresan hasta qué punto la música puede volverse odiosa para quien la amó por sobre todas las cosas. ¡Manda carallo!
La foto es del Festival de Jazz de Nigrán donde la potencia de la música es contenida y el horario limitado por lo que resulta un placer tirarse en el suelo con el techo del cielo a escuchar instrumentos hechos para el deleite.