(Este artículo, cuya primera parte subimos hoy a esta página, está escrito en el año 2005)
El prólogo establece el tono del libro desde sus primeras frases:
En París desde hace cincuenta años, algunas decenas de hombres marcan la pauta. Discuten en antena. Publican artículos. Escriben libros. Enseñan en las cátedras. Intervienen en los coloquios. Firman peticiones. Comen juntos… En 1945 afirmaban que la URSS era un paraíso y redactaban poemas a la gloria de Stalin. En 1960 pretendían que la descolonización resolvería milagrosamente los problemas de los pueblos de ultramar. En 1965 saludaron la justa lucha de Fidel Castro, Ho-Chi-Min y Mao. En 1968 proclamaban que la felicidad nacería de la supresión de cualquier tipo de coacción. En 1975 celebraron la toma del poder por Pol Pot en Camboya. En 1981 creyeron abandonar la noche para entrar en la luz[1]. En 1985 sostenían que Francia debía eliminar sus fronteras con la finalidad de acoger a los desventurados del mundo entero. En 1992 aseguraban que el estado nación estaba acabado y que la Europa de Maastricht abría una nueva era en la historia de la humanidad. En 1999 afirmaban que la familia y la moral eran conceptos pasados. Otros espíritus en esos mismos momentos, sabían que Stalin, Mao o Pol Pot dirigían regímenes criminales. Subrayaban que el mito de la ruptura revolucionaria no había engendrado más que catástrofes. Recordaban que las naciones, las tradiciones, las culturas, las religiones, no pueden desaparecer de un plumazo. Pero contra los refractarios, durante cincuenta años, el microcosmos parisino ha puesto en movimiento un mecanismo…el terrorismo intelectual…un sistema totalitario… hipócrita, insidioso. Pretende quitar la palabra al contradictor, convertirlo en una bestia que debe ser abatida…sin que corra la sangre: únicamente dejando resonar las palabras, las palabras de la buena conciencia. Las palabras de las grandes conciencias. Las palabras que matan…
No hace mucho, el antiguo militante de Terra Lliure Oriol Malló, publicó en el Avui un artículo en el que amenazaba a Albert Boadella, Arcadi Espada y Félix de Azúa y pedía a sus compatriotas que los excluyeran, los boicotearan, los marcaran a fuego, le hicieran la vida imposible. Con benevolencia y muchas dudas, dados sus antecedentes, puede entenderse la amenaza como una metáfora, pero las afirmaciones de Malló son una antología explícita de los métodos del terrorismo intelectual que Sèvillia denuncia en su libro y se trata de un libro que recorre con algunos años de anticipación, los problemas que aquí vivimos con igual intensidad y mismos razonamientos suicidas unos años después sin que al parecer hayamos aprendido nada de las experiencias de los vecinos del norte: la delincuencia y sus relaciones con la inmigración, la violencia en los barrios y en la escuela, el laicismo y el Islam, el «fascismo», el «racismo», la impunidad intelectual de la izquierda, el colaboracionismo (o la guerra civil entre nosotros) etcétera.
Sévillia, periodista del Le Figaro Litteraire, utiliza datos contrastables y hemerotecas y a partir de ellos, expresa sus opiniones y alcanza sus conclusiones. Es la izquierda la diana de Sévillia, pero como el mismo escribe, la droite n´est pas innocente y no escasean en el libro las críticas que le dedica. El libro, se publica en el 2000[2] por lo que faltan los datos de este último quinquenio, aunque no es probable que los métodos y las tendencias señaladas por Sèvillia se hayan modificado mucho.
Después de la Revolución, recuerda, Finkielkraut, los adolescentes y los intelectuales (cada día más parecidos), sienten la tentación de considerar la política como la prosecución de la guerra a través de la injuria. Y lo hacen, allí como aquí. Basta una opinión fuera de lo que también Sévillia llama, lo históricamente correcto, ese conjunto de clichés históricamente erróneos que divide el pasado entre buenos buenos y malos malos, para que los correos electrónicos, las cartas al director, los abucheos en las salas de conferencias incluso universitarias, o los grafitis en la puerta de la casa, entre otras maniobras no menos impresentables, se extiendan por el que debería ser un campo de debate. En Internet, las entradas sobre este libro son muy numerosas, pero insólitamente a pesar de su interés para lo que aquí ocurre, apenas hay dos en español. Conviene remediar este silencio, aunque sea con esta breve reseña.
Entre 1992 y 1998 el número de barrios conflictivos en Francia pasó de 485 a 818; en la región de París, entre 1994 y 1998, los actos de violencia urbana aumentaron un 420%; en 1995 el 7% de los profesores de la escuela pública se sentían inseguros en su trabajo; en 1998 la cifra es del 47%. Los que sugieren que podría haber una correlación entre el incremento de la inseguridad y la emigración, son etiquetados de racistas y fascistas pero los hechos están ahí, resistiendo la censura mediática. En 1997 una estimación de la Dirección Central de Información identificaba en toda Francia 724 jóvenes entre los 16 y los 24 años como responsables de violencias urbanas. De estos 724, solo 48 tenían un nombre y un apellido europeo. Si ciertos jóvenes salidos de la emigración se portan mal, no es en razón de su ascendencia. Se trata de que escapan al control de su familia y de que han roto con sus tradiciones. No integrados, son a la vez extranjeros a su cultura de origen y a la cultura francesa. Controlar el flujo de las entradas en el territorio, restaurar la autoridad pública, apoyar la familia, reencontrar la misión de la escuela, tales son entre otras las condiciones previas para la integración de los recién llegados en el destino colectivo del país, porque el país no rechaza a los extranjeros, rechaza el multiculturalismo y los guetos pero para el pensamiento único se impone otra urgencia: acorralar al fascismo, al racismo, elaborar un «plan de lucha contra el racismo y la xenofobia». En la televisión, en la radio, en los periódicos, no parece haber otro problema que el racismo latente de los franceses, pero el 99% de los ciudadanos franceses no se han cruzado jamás en su vida con un skinhead. Sin duda están ciegos, pues los medias los ven por todas partes. Durante 15 años no ha existido un verdadero debate sobre estos problemas sino un conflicto: unos, a partir de dificultades concretas, sacan conclusiones abruptas, simplistas; los otros a partir de principios abstractos, imparten lecciones de moral.
En Francia todos los esfuerzos se encaminan a explicar la historia del nazismo, pero los crímenes del comunismo, mucho más numerosos, han sido amnistiados. La publicación del Livre Noir du Comunisme en 1997, con sus 200.000 ejemplares vendidos, hacía el balance total: 100 millones de muertos. Los autores del libro, casi todos de izquierda, la mayoría antiguos militantes comunistas, no contaban nada que no se supiera, sin embargo cometían un «delito», el desvelamiento de un tabú, la revelación pública de algo sabido pero silenciado bajo la coartada de no ayudar al enemigo de clase. En Francia, la negación de la existencia de los campos nazis de exterminio es un delito. Jean F. Revel se preguntaba: ¿Por qué el negacionismo es un delito cuando se refiere al nazismo y no lo es cuando escamotea los crímenes comunistas?. Lenin y sus camaradas llevaron adelante una guerra de clases sin compasión, donde el adversario político ideológico o incluso la población recalcitrante, eran considerados y tratados como enemigos y debían ser exterminados. Aquí, el genocidio de clase se reúne con el genocidio de raza nazi. Nazismo y comunismo, son las dos caras del totalitarismo dice Sévillia, alertando contra esta tarea prometeica de la ingeniería social: la voluntad de crear un hombre nuevo – el gran sueño del comunismo- no puede desembocar más que en un totalitarismo sangriento. Nunca se condenará lo suficiente el nazismo, pero después de la guerra, fustigar los crímenes de Hitler que estaba muerto, distraía la atención de los crímenes de Stalin que estaba vivo. En la postguerra, el Partido Comunista estaba tranquilamente instalado en el corazón de la vida política. Georges Marchais podía sostener que el balance de la URSS era globalmente positivo. ¿Se habría permitido a un antiguo colaboracionista afirmar que el balance de Alemania era globalmente positivo? ¿Se admitiría la opinión expresada por De Gaulle después de su visita a Franco, que el generalísimo había sido globalmente positivo para España?[3]. El antifascismo, erigido según Furet, en criterio, esencial y permanente para distinguir los buenos de los malos, ha obstaculizado la verdad: nazismo y comunismo forman las dos caras del Janus del totalitarismo. Ciertamente, los dos fenómenos no son idénticos, cada uno se enraíza en una historia particular, pero pertenecen fundamentalmente a la misma categoría. Los comunistas, es cierto, se incorporaron a la resistencia contra los nazis, pero sólo después de 1941 cuando Alemania atacó a la URSS. Antes, vigente aún el pacto germano soviético de 1939, dócilmente aprobado en Paris por el Partido Comunista, las cosas eran diferentes y el sabotaje industrial y militar de los militantes comunistas era habitual. Thorez, secretario del Partido Comunista francés desertó de su regimiento y huyó a la URSS. Tuvieron que amnistiarlo después de la guerra para que pudiera volver a Francia sin ser fusilado. El 4 de julio de 1940, tres semanas después de la rendición de Francia, L’Humanité clandestina solicitaba permiso a las autoridades alemanas de ocupación para su edición legal e incitaba mientras tanto a sus lectores a fraternizar con el ocupante: Es particularmente reconfortante, en estos tiempos de infelicidad, ver a numerosos trabajadores parisinos convivir amigablemente con los soldados alemanes, en la calle, o en el café de la esquina. Bravo camaradas…continuad.
Esas cosas no se quisieron recordar al final de la guerra como tampoco los cambios en la política colonial. Cuando los comunistas formaban parte del gobierno, años 45-47, afirmaban que las colonias no podían valerse por si mismas y Francia debía mantener la situación colonial. Al ser expulsados del gobierno, el colonialismo francés se vuelve una opresión injustificable. Con el hundimiento del régimen soviético en 1991 el Partido pierde sin duda su casa madre. Pero poner en causa su pasado sería destruir su legitimidad, y alterar todo el equilibrio político. De ahí la reacción de Lionen Jospin a la aparición de El Libro Negro del Comunismo. Ante la Asamblea Nacional, el 12 de noviembre de 1997, el primer ministro socialista rechaza igualar el nazismo y el comunismo:
El Partido Comunista francés se inscribe en el cártel de las izquierdas, del Frente Popular, en los combates de la Resistencia, en el gobierno tripartito de la izquierda en 1945. Jamás ha puesto sus manos sobre las libertades. Incluso si bien no se ha distanciado muy pronto de los fenómenos del estalinismo, ha extraído sus lecciones de la historia. Está representado en mi gobierno…
¿Que el Partido comunista ha extraído lecciones de su historia? dice Sevilla…que cambie entonces de nombre y que sus alcaldías supriman los nombres de Avenida Lenin que en nuestros barrios insultan a los muertos de Kolyma. En 1949 Víctor Kravchenko, un alto funcionario soviético, miembro de la Comisión de Compra en Estados Unidos durante la guerra que había solicitado asilo político en Estados Unidos en 1944, denuncia a Les Lettres Françaises por difamación. Poco antes había publicado un libro, I Choose Freedom donde denunciaba las purgas, el hambre, la miseria generalizada, el gulag en su país natal. Nada nuevo por otra parte, pues ya Koestler entre otros, había denunciado años atrás los mismos hechos. Les Lettres, lo acusan de falsario, de apóstata, de renegado. Kravchenko denuncia a la publicación por difamación. Los comunistas movilizan toda una serie de ministros, sabios, universitarios, escritores, resistentes. Frente a ellos, Kravchenko hace comparecer a rusos y ucranianos escapados del gulag. También a la alemana Margaret Buber, hijastra del filósofo Martin Buber, casada con un comunista refugiado como ella misma en la URSS escapando del nazismo. En su relato cuenta como ella y su marido fueron arrestados, enviados a Siberia y horror, devueltos a los alemanes con motivo del pacto germano-soviético. Internada en un campo nazi puede escapar antes de la llegada del ejército rojo y acude como testigo al juicio. La justicia condena a Les Lettres, pero moralmente, es la URSS y sus aliados franceses quienes ganan y sobre todas las víctimas testigos, cae el epíteto habitual del terrorismo intelectual: fascistas. Meses después la historia se repite. Esta vez el denunciante es David Rousset un antiguo troskista que se atreve a escribir que los campos soviéticos no son una excrecencia patológica sino la consecuencia del desarrollo natural de una sociedad nueva. Un periodista de Le Monde apoya a Rousset. Esta vez es L´Humanité quien se encarga de la campaña difamatoria llegando a afirmar que los campos soviéticos son una muestra de la supresión completa de la explotación del hombre por el hombre. Un folleto en el que se acusa a Rousset de inventar los campos soviéticos y del que se distribuyen 200.000 ejemplares, se difunde por toda Francia presentando los campos como centros de reeducación. Pocos meses antes Sartre y Merleau Ponty habían afirmado que la denuncia de Rousset era reprobable porque la URSS se encontraba en el lado de los que luchan contra las fuerzas de explotación. En Siberia, ironiza Sévillia, los deportados tienen suerte: mueren del lado bueno. Una vez más hay denuncia por difamación y condena de los periodistas de L´Humanité pero todo sigue como antes. Lo mismo ocurrirá con Solzhenitsyn que había ocurrido con El Campesino, que denunció también el mundo soviético y seguirá ocurriendo aún después de que Kruschev reconozca en 1956 que esas denuncias eran ciertas. Solo dos años antes, Sartre, a su regreso de un viaje a la URSS, había dicho en una entrevista en Liberation: el ciudadano soviético posee en mi opinión, una completa libertad de crítica. Más grave, sin embargo, pues han pasado veinte años y se saben ya muchas más cosas, es que Giscard d´Estaing califique en 1976 a Mao, en ocasión de su muerte, como faro del pensamiento humano.
[1] Triunfo socialista de Mitterrand.
[2] La nueva edición del 2004 incluye un epílogo en el que Sévillia comenta algunos de los acontecimientos ocurridos en los cuatro últimos años. Más que rectificaciones, hay en este epílogo, confirmaciones de lo escrito en el 2000.
[3] Droit. M. Les flux du crepuscule. Plon.1977.