Aquella mujer se hacía contar con detalle las aventuras amorosas que su amiga vivía para ella. Era ella quien elegía el hombre, quien decidía e momento, el cómo y el donde.
No eran necesarias demasiadas explicaciones ni órdenes explícitas. Era suficiente con que proclamara la hermosura de determinado hombre apoyado en la barra de una cafetería o su interés en una amistad casual, para que su amiga iniciara las maniobras de acercamiento y seducción que inevitablemente terminaban en la cama.
Luego se lo hacía repetir todo, deteniéndose parsimoniosamente en los detalles: qué palabras, qué gestos, qué modos, procurando que su amiga no omitiese detalle alguno y estableciera con precisión incluso el grado de satisfacción en una escala acordada de antemano.
Un buen día se enamoró y se casó.
Lo que encontró pocas semanas después de su boda cuando de modo imprevisto regresó a su casa más temprano de lo habitual debería haberlo supuesto. La otra no hacía más que cumplir sus instrucciones. Esta vez lúcida por vez primera, no pidió que le repitiera los gestos ni las palabras…las conocía ya. Comprendió de repente el secreto de su curiosidad incesante e hizo lo que tenía que hacer. Se desnudó, dijo ‘hacedme un sitio’ y se metió en la cama con su amiga y esposo. (Abril de 1987)