Presentación en el Liceo de la novela Cabo de Hornos de J.M. Pérez Álvarez en algún mes que ya no recuerdo del año 2005.
No hace mucho, en Orense, un funcionario de Hacienda acostumbrado a las declaraciones y los patrimonios, amparado por la clandestinidad que concede el uso de la lengua castellana a los escritores que viven en Galicia, escribió Nembrot, una de las mejores novelas españolas de los últimos años. Uno, que desde hace tiempo procura incumplir el exabrupto de Josep Plá, para quien todo el que lea novelas a partir de los cuarenta años es idiota, ha leído esta novela dos veces sin haber sucumbido, creo, al apotegma de Plá. No sé, pero creo que Plá, a veces, se equivoca y nos equivoca, pues por lo que sabemos, no dejó nunca de leer novelas, aunque eso sí, las abandonaba en sus primeras páginas sin remordimiento alguno, si le aburrían. Este mismo funcionario, ha repetido con Cabo de Hornos y en semejantes condiciones de clandestinidad, la casi heroica tarea de escribir otra excelente novela que al utilizar ese extraño y ajeno idioma que se conoce como castellano, no será subvencionada ni recomendada a los alumnos por el poderoso lobby de las editoriales y profesores de gallego, pero que como las anteriores hará su camino de boca a oreja sin necesidad de estas ortopedias.
Una novela, lo ha escrito Kundera, es una reflexión sobre la existencia a través de personajes imaginarios, pero la existencia no es la realidad, lo que ya ha ocurrido; es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de lo que es capaz. Los novelistas son exploradores de la existencia, descubren tal o cual posibilidad humana, y a veces, estas posibilidades pasan a ese territorio cotidiano que llamamos realidad.
Sansavenir, el imaginario protagonista de este Cabo de Hornos, debe explorar y enfrentar varias de esas posibilidades existenciales. Sansavenir, es decir, sin porvenir y al mismo tiempo el Samsa de La Metamorfosis de Kafka, es un tipo tan singular como anónimo. Un redactor del área de cultura del periódico Nuestra Voz, un cuarentón pálido, que jamás llamaría la atención de nadie, agrietado por el reciente abandono de su mujer a la que vanamente intenta substituir con una fotografía de Laura Ponte y una combinación de pastillas y alcohol que según su jefe, proporciona felicidad si bien con frecuentes e imprevistos accidentes vitales. Vive en una ciudad que ya no es la Ponteauria de las novelas anteriores- pero que sigue siendo Orense- en la que, premonitoriamente multiétnica o multiliteraria, las calles tienen nombres alemanes, ingleses, franceses, rusos o árabes. Este abandonado Sansavenir, un buen día regresa a su casa solitaria y al abrir la puerta, no encuentra el dinosaurio de Monterroso sino algo parecido: un desconocido anciano setentón instalado en su cocina, una especie de ocupa del género del Bartleby de Melville, del preferiría no hacerlo. Ante un hecho tan insólito e insolente, Sansavenir se comporta de manera también insólita, aunque conviviente mas que insolente. Las teorías que invoca para explicar esa extraña presencia primero, para expulsarla después, son todo un tratado de las inconsistencias del mundo que nos rodea y de las dificultades para encontrarle un sentido.
Los avatares de esa extraña convivencia iniciada al abrir la puerta de su casa, se doblan en la novela, con los de su trabajo periodístico. Sansavenir hace años que investiga una supuesta suplantación: la autoría de los dos primeros y sin duda mejores libros de poemas de Celso Luis Canosa, un reconocido poeta nacional ya fallecido, (fácil de identificar), pertenecen en realidad a Adolfo, un hermano desprendido y alcohólico que los fue sembrando al azar de sus recorridos por bares y amistades mas o menos peligrosas en su Corcubión natal. Los otros cuatro libros, que el poeta nacional publicó en su exilio de Uruguay, patrióticos, comprometidos, malos y panfletarios, -esto es una redundancia- si, son de su pluma. El desvelador de este supuesto plagio, Pascual Armesto, un poeta “menor”, es asesinado en extrañas circunstancias. Sansavenir y su alcohólico jefe, Nacho Nolan, que se pasea al modo del capitán Flyn con un camaleón sobre su hombro- animal mas apropiado que el loro parlante para representar al nuevo ciudadano- tienen sus propias teorías alcohólicas para este misterioso crimen, entre ellas, (tercera botella), la de que sus ejecutores han sido los galleguistas dispuestos a cualquier cosa con tal de impedir el derrumbe del mítico poeta. Sansavenir lo duda. No se imagina a Otero Pedrayo ajusticiando a bastonazos al denunciante ni tampoco a Risco, aunque A.M. dice Sansa…no sé…no sé…
Samsa descubre caminando por la playa de la Carnota que las huellas que dejan sus pasos en la arena, no son humanas, son las de un animal. Descubre también, que Meis, el marinero al que acaba de entrevistar y que le confirmó que su teoría del plagiario era cierta, murió hace muchos años en un naufragio en el Cabo de Hornos. Situación existencial sin duda complicada: en su casa hay un anciano y desconocido ocupa; en el espejo no se reconoce; habla con muertos; deja huellas no humanas… El mundo de Sansa tiene grietas y por ellas penetra otro mundo, tal vez el otro mundo. Antes de agrietarse, el mundo de Sansa era como las viejas fotografías en blanco y negro que observaba en un Hostal de Corcubión mientras investigaba la vida del poeta nacional: antes el mundo resultaba quizá más incómodo pero también más simple y las cosas no tenían nombres en inglés y había menos leyes y las lluvias cumplían sus ciclos rigurosos y el sol no producía cáncer y el cielo estaba arriba y el infierno abajo… Ahora el mundo ha perdido consistencia, nitidez, está lleno de intrusos e intrusiones de origen desconocido y la novela lo refleja en lo narrado y también en el modo de narrar. Hay por ejemplo, un largo texto que se entromete entre los pilares de un paréntesis que se inicia en página 142 donde la frase … el que residía en el entresuelo izquierda, debe esperar a la página 144 para encontrar después del cierre del paréntesis, el desentrañaría que la continua. Hay un capítulo intruso, como el ocupa septuagenario, que avisa de que las inconsistencias que el lector sin duda percibirá al leerlo, se aclararán en el capítulo aún inédito, que lo seguirá. Hay párrafos que se detienen en un de, seguido de una coma, como si el narrador quisiera decir que como en la vida, cualquier cosa, cualquier suceso, podría seguir a esa preposición detenida. En este brumoso borde existencial donde reinan la soledad, la melancolía, el sin sentido y lo imprevisible y conviven este mundo y el otro, se moverán los personajes hacia un final que aquí, por razones obvias, no se desvela.
En tiempos de la vela, los marinos sabían que había en el mar tres cabos de las tormentas: el Leewin en el sur de Tasmania, el de Buena Esperanza en Sudáfrica y el de Hornos, en una pequeña isla chilena. Eran lugares donde los vientos eran violentos e imprevisibles y los naufragios corrientes, así que Hornos se convirtió en algo más que una geografía violenta e imprevisible para ser una metáfora. Todos tenemos en nuestras vidas que afrontar nuestros Cabo de Hornos íntimos, imprevisibles, indominables que lo son más, cuando como los personajes de esta novela, se trata de navegantes solitarios: en todo porvenir, se dice en esta novela, hay un lugar que se llama así, Cabo de Hornos y no es fácil doblarlo. No hace falta una costa para ser un naufrago, añade el narrador. Todos somos o podemos ser, náufragos, metáforas estas que no se desgastan con el uso ni se hacen menos ciertas.
El zarandeo de los marinos en Hornos, se desdobla en el relato de Chesi, por el de la vida, apenas aliviado por el precario equilibrio que el alcohol proporciona a estos náufragos terrestres que atraviesan sus relatos, porque hay alcohol, mucho alcohol en estas páginas, casi tanto como en Bajo el Volcán, de Lowry, aunque aquí, en Orense, vivamos no bajo, sino sobre un volcán…Hay un solo abstemio en el relato y no debe ser por azar: Cesar Luis Canosa, el plagiario. Pero el alcohol, dice el narrador, a veces nos provee de una aparente felicidad pero nunca de sabiduría así que estos personajes determinados por unos marcadores existenciales, como perplejidad, desconcierto, soledad, amargura, intrusión, incomprensibilidad, ilogicidad, búsqueda de sentido a la vida, encuentran alivio en el Terras Gauda o en el Gin Tonic pero escaso conocimiento de lo que les ocurre. Apenas una vez, tuvo Sansavenir, una iluminación al descubrir que tal vez esas huellas de animal que sus pies dejan en la arena de la playa, no son las de un ser humano, porque la amargura es un monstruo y monstruosa es su huella. El Gregorio Samsa de Kafka, nunca supo el porqué de su metamorfosis monstruosa. Este Sansa, la intuye. Es la amargura…
Erdosain, uno de los personajes de Los siete locos de Roberto Artl, imaginaba que sobre el nivel de las ciudades, a unos dos metros de altura, existía la zona de la angustia. Esta zona era la consecuencia del sufrimiento y la soledad de los hombres y al modo de un gas venenoso desprendido de sus cuerpos sufrientes, se trasladaba pesadamente de un punto a otro atravesando los edificios sin perder su forma, guillotinando las gargantas, dejándolas con un regusto de sollozo. Los personajes de Chesi, parecen vivir sumergidos en esa zona flotante de angustia melancolía y soledad a la que ellos contribuyen y a la que buscan remedio en el alcohol y en compañías no siempre recomendables de este y otro mundo, porque no es cierto el dicho popular que dice, que mejor sólo que mal acompañado, y aquí por una vez, una sola vez, invoco la experiencia de mi oficio para refutarlo.
No hay plomo en este texto; se trata de una prosa sintética, irónica, culta, e inconfundible, porque el estilo de Chesi es inconfundible y recuerda a una pieza de Mozart, hasta tal punto da la impresión de que cada palabra, cada frase, los temas y sus retornos, están en su sitio. Josep Plá decía que fumaba por el adjetivo. A veces estas huidizas palabras vienen con facilidad, sin que necesiten ser convocadas. Otras el párrafo se ve detenido, esperando el adjetivo preciso que se demora. Ahí, decía Plá, es cuando hay que fumar un cigarrillo y esperarlo. Chesi se sabe, tiene pocos humos, pero aquí sin duda, hubo mucho humo trabajando el adjetivo.
¿Cómo sería un diálogo entre el Gregorio Samsa de La Metamorfosis de Kafka y el Barthleby el escribiente de Melville ?. Creo que esta novela se acerca a ese diálogo imaginario sólo que en Kafka y Melville hay comicidad, dramática, pero comicidad y aquí hay humor e ironía que son formas superiores de la comicidad. Además, en esta novela, ese dialogo imaginario está moderado sin duda, por Don Alvaro Cunqueiro.
Oscar Wilde contestó una vez a quienes le reprochaban que criticaba libros a los que apenas había dedicado una ojeada: ¿Para conocer la calidad de un vino es acaso necesario beber el barril entero?... A Wilde le bastarían las tres primeras páginas de esta novela, un evocacionario de la mejor literatura, para reconocer en ellas el talento de un gran novelista pero seguro que proseguiría su lectura hasta el final, aunque el humor y la ironía que la recorren, a veces también algún sarcasmo, no eviten que debamos afrontar los ecos que la soledad, la melancolía, o el sin sentido de la vida de los personajes evocan en nosotros. Por eso tal vez, esta novela hay que leerla tres veces o de tres modos siguiendo la canción de Paquita la del Barrio, que en la novela canta en el Royal para el jubilariado estival, Teresa de Barbanza: la primera por coraje, la segunda por capricho, la tercera, y definitiva, por placer.
El resto no es silencio como pensaba Hamlet: es lectura.