Ocasionalmente se enfadaba con su mujer por motivos triviales: un amante, la ceniza en la alfombra, un gasto excesivo, un retraso, un olvido… Después de la riña acostumbrada a marcharse de casa para no volver hasta horas después meterse en la cama sin dirigirle la palabra a su esposa que permanecía insomne y tensa tendida a escasos centímetros, en el más allá de la cama convertida ahora en frontera. Más o menos tarde, cuestión de días como mucho, alguien se rendía y una ceremonia de placer corporal establecía de nuevo la reconciliación.
Aquella vez fue diferente. Tal vez el motivo fue más banal que nunca (lo que lo hacía aterrador), lo fue el momento o la edad. El decidió que las mujeres -todas las mujeres pues había descubierto que se hacía el amor con arquetipos platónicos y no con seres concretos- eran iguales, es decir, insoportables y que sólo se volverían habitables si permanecían calladas sin esas permanentes recriminaciones que lo agobiaban.
Aquella noche regresó más temprano de lo habitual con un paquete voluminoso bajo el brazo. A la hora de acostarse desenvolvió las ataduras y ante la mirada atónita de su mujer, infló con lentitud una muñeca -“Laura”, Made in Japan-, que poseía todos los atributos de la feminidad incluyendo un plástico de tacto casi epidérmico y ciertos refinamientos que la sabiduría oriental consideraba apropiados para la exportación (en este caso no habían copiado).
Inflada, la metió en la cama matrimonial con parsimonia entre su mujer y él. En silencio “hizo el amor” (al menos en apariencia) fogosamente para dejarse caer casi exangüe ante la mirada asustada, interrogante y asombrada de su esposa.
Por las mañanas la desinflaba antes de irse al trabajo. A la noche volvía a inflarla para dormir o hacer el amor (esto en ocasiones).
Todo fue bien durante meses. Se había establecido ya una rutina de gestos, momentos y complicidades. La mujer se resignó (además nunca había disfrutado demasiado la verdad)y las cosas parecían funcionar más armoniosamente en esa rutina vital de cargas y vaciamientos, entradas y salidas, urgencias y pausas sin las odiosas quejas y recriminaciones de otros días.
Nadie podría imaginar (él mucho menos) la nota que lo esperaba ese día encima de la mesilla de noche comprada a plazos con el tresillo en unas rebajas de verano: “Me voy: Laura se viene conmigo. Me he acostumbrado a ella y creo que no la mereces. Es mejor que cualquier hombre. Tu ex-posa”.
Marzo de 1987