El líder popular tendrá que elegir entre el sector que afirma que “la moderación no es una virtud” y le señala el camino de Ayuso y el que prefiere el método Feijóo para aislar a Vox
Dos años en política son una eternidad. En 2019, Isabel Díaz Ayuso perdió las elecciones (logró gobernar gracias a un acuerdo con Ciudadanos y el apoyo de Vox). No tenía experiencia de gestión y en su partido más de uno puso el grito en el cielo con su candidatura porque la consideraba una apuesta demasiado personal y arriesgada por parte de Pablo Casado. Este martes la candidata popular entra holgadamente en el exclusivo club del 40%, el de los presidentes autonómicos que en los competitivos tiempos del multipartidismo alcanzan ese porcentaje de votos. En el PP, además de ella, solo pertenece a él el líder de la espantada de las primarias, Alberto Núñez Feijóo.
Durante meses empleó buena parte de sus minutos ante los periodistas en matizar sus afirmaciones (y Casado, igual). Declaraciones en las que aseguraba que ardían iglesias, o en las que celebraba los atascos, o en las que decía que los contratos basura no eran para tanto o que si uno se marchaba vacaciones, le okupaban la casa. Pero con el tiempo, ese lenguaje hiperbólico y “sin complejos” que elogian Esperanza Aguirre y Cayetana Álvarez de Toledo se ha convertido en una de sus bazas. No importa demasiado que Ayuso se equivoque en las fechas cuando trata de afear al Gobierno que se ocupe más de la exhumación de Franco que de la pandemia; que mienta al decir que los etarras van a ser indultados; que no haya aprobado unos presupuestos y que su principal promesa electoral sea la libertad para beber cañas. Su campaña, planteada como un duelo con Pedro Sánchez, ha funcionado. El electorado de la derecha ha visto una oportunidad de castigar al Gobierno central a través de Ayuso, que se come a Ciudadanos y saca también a muchos votantes de la abstención, como señalaba la encuesta de Metroscopia para EL PAÍS.