Estimado Moncho:
al echar de menos, desde esta lejanía, las conversaciones sobre casi todo y sobre casi nada que manteníamos usted y yo, me he decidido a escribirle para que, quizá de esta manera, se me pase la nostalgia y tener la sensación de que seguimos en contacto y charlamos una vez más. El género epistolar no está de moda. Ahora todo es inmediato y ramplón (yo procuro no serlo) y, ya sabe usted que no dispongo de teléfono móvil, del tal guasap, ni de internet, ni falta que me hace. Me arriesgaré a depositar dentro del buzón amarillo de Correos el sobre con la carta dentro (otro orden de factores sería absurdo), aunque he de confesarle que también, como a Ibargüengoitia, me invade el miedo de que el contenido de esos metálicos depósitos de cadáveres de papel vaya a parar a algún clandestino y siniestro sótano, para rechifla de agentes extranjeros, que se troncharán con mis preocupaciones.
Me arriesgaré, a pesar de todo, y aquí va ésta.
Hoy quería hablarle de esos libros que usted y yo tenemos la manía de rescatar de las librerías de viejo y de los puestos callejeros, para volver a darles cuerda. Con el paso de los años, ya tantos, ay, van siendo muchos los espacios que ocupan en mi biblioteca, junto con aquellos que he pescado nuevos en las librerías, o que me han regalado gentes de buen sentido. Y muchos van siendo también los que en su interior, además de las huellas del autor, guardan esas otras huellas del bolero, las que el tiempo no ha borrado: recuerdos de sus dueños, de sus primeros lectores, que han dejado allí anotaciones abstrusas, anotaciones absurdas, anotaciones sensatas, flores secas, tréboles de cuatro hojas que no curaron la mala suerte, la pluma de un pájaro rojo, dibujos jeroglíficos, subrayados inexplicables, palabras garabateadas. Sobre todo me conmueven las dedicatorias. Son mensajes metidos en una botella, que no han llegado a ninguna playa, porque quienes los han recibido, o se han deshecho del libro, o están ya del otro lado del olvido. Y ahora en mis anaqueles no tienen más sentido que un billete de tren caducado. Me pregunto qué habrá sido del dedicador y del dedicatario, en que maraña de la vida se habrán enredado, en qué caminos se habrán perdido. Quien compra un libro, quien lo regala, quien lo dedica, tiene para mi cierta consideración de bonhomía. Me pasa con los amantes de los libros como a Cunqueiro que, siguiendo a Walton, pensaba que los pescadores de caña tenían que ser forzosamente buenas personas, aunque yo con los lectores no llego a tanto.
Y me pongo a pensar, – ya ve usted como este exilio en Lababia me causa una cierta melancolía – , en donde acabarán mis libros cuando yo ya no me levante ni para saludar a una dama. Los libros, como el resto de objetos que nos rodean, nos sobrevivirán y seguirán por ahí dando tumbos cuando nosotros ya no estemos molestando a nadie. Servirán, triturados, de confetti para fiestas de niños tontos, para desfiles del día de la Victoria, para cunas de hámster, para abono de remolachas… Es nuestro destino y el suyo, es la lección última de la fugacidad vital. Las “Meditaciones” de Marco Aurelio, por ejemplo, causarán dos veces sus salutíferos efectos.
Como no quiero seguir poniéndome estupendo, que diría don Latino de Híspalis, me despido de usted, esperando con impaciencia noticias de esa su ciudad, tan peripatética y absurda, que es Ourense.
Afectuosamente, Lázaro Isadán