ALGUIEN DEFINIÓ A LA historia como una conspiración para intentar evitar que la gente conozca su pasado, y tenía razón, porque el pasado es muy fácil de manipular para excitar pasiones colectivas de odio, resentimiento y, en muchos menos casos, amor o admiración. El pasado evidentemente no existe, sino que existió. Si existiese sería el presente, y no lo es, aunque pueda estar aún vivo en nuestros recuerdos personales, que son auténticos, y colectivos, que solo algunas veces son reales.
UNA DE LAS MEJORES maneras de manipular el pasado es con las conmemoraciones. Un niño puede celebrar su cumpleaños, y un adulto también, y además puede celebrar otros hitos de su vida, el último de los cuales sería la jubilación o el cumplir los cien años, pues por mucho que uno se esfuerce no puede celebrar ese acontecimiento definitivo en la vida que es nuestra propia muerte. Y es que solo vamos a nuestro entierro de cuerpo presente, lo que explica que siendo los funerales básicamente un acontecimiento social, en ellos sin embargo el protagonista desempeñe por lo general un discreto papel. Pudiese parecer todo esto un toque de humor negro, pero si nos trasladamos de la vida personal a la colectiva veremos que en ella el mundo parece estar al revés. Y es que políticos e historiadores parecen estar obsesionados con los muertos y con la presencia del pasado, una presencia que en el caso de los historiadores es algo así como nuestro modo de vida.
PODEMOS ACORDARNOS de las personas que hemos amado y sentir su ausencia, o alegrarnos de la ausencia de los que hemos odiado o nos han hecho sufrir. Sin embargo, lo que no podemos hacer es convertir esos sentimientos en un negocio y obtener de ellos suculentos réditos monetarios y electorales. Eso solo lo pueden hacer los políticos y los historiadores que en otros tiempos se llamaban cortesanos, porque estaban siempre al servicio del rey, el obispo o el abad. Cuando lo hacen, aparte de los beneficios que les reporte la gran conmemoración, de cuyo guión forman parte las grandes exposiciones, la publicación de libros caros e ilustrados que casi nadie va a leer, la organización de congresos y ciclos de charlas y conferencias, provocan unos efectos reales muy concretos sobre las mentes de la gente. La entusiasman o la aburren, a veces solo la entretienen un rato, pero además consiguen hacerles creer que el pasado es lo que se celebró, porque si no, no se habría celebrado con tanta pompa y circunstancia. Así es como se completa la conspiración de los especialistas contra los laicos.
LA PRIMERA GRAN conmemoración que hizo historia, historia de las conmemoraciones, fue el Quinto Centenario del descubrimiento de América. Todo lo que vino después fueron meras copias y pálidos reflejos, que brillan más o menos según el dinero público que se gaste en ellos. Conmemoraciones las ha habido, no desde hace tanto, y las habrá, pero se acerca una de especial interés en los próximos años: el centenario de la revista Nós, una revista en la que una generación de intelectuales de medios económicos modestos sacaron a la luz, sin ningún apoyo ni financiación públicos, todo un sistema de pensamiento cuya herencia se reclama aún con orgullo. Pero ese pensamiento y esas obras que los honran son las de su época, que es muy diferente a la actual. Quizás su gran logro fue haber intentado comprender la Galicia de su tiempo y quizás nuestro fracaso sea el querer pensar la Galicia de ahora con las ideas de ellos, y no ser capaces de crear otro pensamiento que solo sea nuestro.
EL MUNDO EN EL QUE nacería Nós es el mundo posterior al fin de la Primera Guerra Mundial, cuando se descompusieron grandes estructuras políticas, como el imperio Austrohúngaro, dando lugar al nacimiento de nuevas naciones, una de las cuales podría haber sido en aquel entonces Galicia. A. Van Gennep, un antropólogo francés, publicó en el año 1922 su Tratado comparativo de las nacionalidades, en el que explicó muy bien cómo podían construirse las nuevas naciones y cómo sería su estructura. Una estructura sencilla porque en los años veinte el Estado tenía una dimensión económica muy reducida. La carga fiscal era pequeña, ya que no existían sistemas públicos de sanidad ni pensiones, ni seguros de paro, y la educación pública tenía unas dimensiones muy reducidas. Ni que decir tiene que tampoco existían las vacaciones ni el turismo, y que los largos viajes eran privilegio de los ricos y desgracia de emigrantes.
SI NOS SITUAMOS EN la Galicia de comienzos del siglo XX veremos que su población era muy reducida y no llegaba al millón de habitantes, que Ourense, Lugo, Pontevedra o Santiago rondaban los 25.000 habitantes y A Coruña los 50.000. Que solo unas cincuenta localidades sobrepasaban los mil habitantes, y que había una gran tasa de natalidad, de un 30 por mil y una población muy joven, siendo los menores de 10 años el 17 % y los mayores de 65 solo el 3 %. El 75 % de la población trabajaba en el sector primario y solo el 10 % en el terciario y un 60 % de la población era analfabeta. Las oportunidades laborales eran muy limitadas, y por eso, los gallegos eran un ejército industrial de reserva que aportó 404.000 emigrantes a América entre 1911 y 1920.
ASÍ ERA GALICIA Y así la vieron Otero Pedrayo, Losada Diéguez, V. Risco, F. López Cuevillas, X. Lorenzo o el propio Castelao. Galicia era un país de labradores y el paisaje que la simboliza era el paisaje rural, centrado en la casa campesina, que estudiaron Risco y X. Lorenzo, con sus formas de construcción, sus muebles y sus aperos. Esa casa y ese paisaje nacional, descrito por Otero Pedrayo con los mismos elementos que en el resto de los nacionalismos europeos – pensemos en la importancia del paisaje castellano para el nacionalismo español – estaban unidos a una lengua, cuya conservación se vio favorecida por la elevada tasa de analfabetismo, pues de haber sido escolarizados todos los niños lo hubiesen sido en castellano, y por una literatura oral y una tradición cultural propias.
QUEDARON FUERA de esa descripción los pescadores, más pobres que los campesinos, y que hasta la llegada del motor pescaban con vela y remo y podían sufrir el hambre en los duros inviernos, y con los que los campesinos de la costa no querrían casar a sus hijas, y el pequeño mundo urbano muy poco industrializado y asociado al poder político, eclesiástico y a las instituciones del Estado central. La visión de Galicia como rural era muy real, pero también es cierto que los hombres de Nós – en esa generación no hay mujeres intelectuales – ven el mundo desde los lugares en los que viven todo el año o por lo menos un parte, desde el Pazo de Trasalba de Otero Pedrayo, o desde el de Losada Diéguez, o bien desde las tranquilas calles de la villa de Allariz de Risco o de la pequeña capital que es Ourense en la que todos se reúnen.
SOLO CASTELAO, que nace en un pequeño pueblo de pescadores, Rianxo, incluirá en su visión de Galicia a las clases trabajadoras y no lo hará con la mirada distante y complaciente que puede ser propia a veces de pequeños rentistas rurales. Por eso su mensaje se hará más político y radical y menos complacientemente cultural. Pero, sea como fuere, toda esa generación se ha ganado un respeto, porque casi sin nada y solo con su esfuerzo llevaron a cabo una labor cultural y científica que las instituciones públicas no quisieron ni supieron hacer. Vivieron de su trabajo, gastaron sus ahorros en libros para aprender, e hicieron todo lo que pudieron para que la realidad que acabamos de describir dejase de ser así. Luego vino una guerra que lo truncó todo, y luego el mundo cambió.
LA GALICIA INTEGRADA en el euro y los mercados globales, enmarcada en la OTAN, como el resto de Europa, con un 80 % de población urbana concentrada en la costa, y envejecida y camino de la despoblación rural es ya de otro mundo. Un mundo en el que las pensiones y la sanidad, los servicios sociales y la educación son los pilares de un estado que se come un tercio de la riqueza nacional. Un mundo globalizado en sus redes de información en el que los niños y jóvenes se mueven como pez en el agua, y del que nadie es capaz de dar una visión global. En él los maestros de Nós deben ser recordados, pero no traicionados por quienes los convierten solo en una de las fuentes de sus ingresos subvencionados y que se complacen en su nostalgia por un mundo desaparecido, como remedio de su impotencia para comprender el mundo en el que viven.
(*) El autor es catedrático de Historia Antigua en la USC