por PEDRO J. RAMÍREZ
Un testigo presencial describe así los hechos: “En lo alto de la tribuna apareció el Rey. Entonces, doloroso es referirlo, pero nos hemos propuesto decir la verdad, se oyó un clamor espantoso, compuesto de gritos, silbidos y rugidos atronadores… Miles de individuos apiñados aullaban como fieras. Además oímos proferir mil injurias groseras que la pluma se niega a transcribir. Los guardias veían aquellas escenas vergonzosas con los brazos cruzados”.
Aunque cada palabra cuadre con lo ocurrido en el Camp Nou, lo que acabo de reproducir es el relato del multitudinario abucheo a Alfonso XII a su llegada a la Estación del Norte de París el 29 de septiembre de 1883. El enviado especial de La Época Alfredo Escobar lo publicó en forma de instant book pocos días después del acontecimiento.
Se trata del único antecedente histórico que he podido encontrar de una muestra de desaprobación tan estridente y multitudinaria en presencia de un Rey de España. Con tres notables diferencias respecto a lo ocurrido en Valencia en 2009 y ahora en Barcelona: sucedió en el extranjero, no fue televisado en directo y la culpa no fue del Gobierno sino del Rey que se lo había buscado.
Alfonso XII había cometido la imprudencia de visitar Alemania antes que la capital francesa. Había asistido nada menos que a unas maniobras del ejército imperial, había aceptado el nombramiento de coronel de un regimiento de hulanos y había levantado su copa ante el emperador Guillermo I, prometiéndole el apoyo de España en caso de una nueva guerra. Con la herida abierta por la derrota de Sedán aún sangrando a borbotones, la agresividad de la acogida en París estaba tan cantada como la megapitada de la final de Copa.
De ahí que el ministro de Estado, Marqués de la Vega de Armijo, de acuerdo con el jefe del Gobierno Sagasta y el entonces líder de la oposición Cánovas, tratara de persuadir sobre la marcha al Rey de que cambiara de planes, anulara la visita oficial a Francia y se embarcara en Amberes de regreso a España. En contraste con el abúlico conformismo del gobierno de Rajoy ante el desastre anunciado, los líderes políticos de la Restauración consideraban que era su deber evitar que se consumara un ultraje a los españoles en la persona del Jefe del Estado.
Fue el propio don Alfonso quien, según explica Melchor Fernández Almagro, “se opuso resueltamente a modificar el itinerario previsto porque no le parecía digno de la nación española que a su Rey le preocupase lo que pudiera ocurrirle en París y que, anunciada su visita, no dejaría de hacerlo, “aunque le costase la vida””. Como el Rey aún gobernaba sobre el Gobierno, se hizo la voluntad de Su Majestad que aguantó tan impertérrito como su tataranieto Felipe VI la monumental bronca que se le vino encima.
Sin embargo, y esta es una cuarta gran diferencia, la ofensa colectiva generó también un desagravio colectivo que a la postre fortaleció la unidad de la Nación entorno a la Corona. Alfredo Escobar cuenta que pese a que el tren real llegó de madrugada a San Sebastián, una muchedumbre de “vascongados y castellanos” le aguardaba con “un sólo grito continuado que hacía vibrar las fibras más delicadas del corazón y ensordecía el espacio, ese grito era: ¡¡España!!”.
El 3 de octubre el Rey “fue aclamadísimo por el pueblo madrileño que lo siguió hasta Palacio y que, por expreso deseo de don Alfonso, halló franco el paso al interior, en multitudinario oleaje de entusiasmo… Obreros, menestrales, mujeres, personas que jamás habían pisado las regias estancias, las invadieron dando gritos atronadores y sin detenerse a mirar los suntuosos adornos, sólo pensaban en aclamar al Rey y a la patria”. Según Escobar 100.000 personas -un cuarto de la población de entonces- se echaron ese día a la calle en Madrid. “Agraviado el Rey, los españoles se sintieron agraviados también”, sentencia Fernández Almagro.
Ilustración: Javier Muñoz
Estoy seguro de que en el caso de Felipe VI se habría producido una reacción análoga si su valentía se hubiera manifestado de forma opuesta a la de Alfonso XII. Es decir, si después de haber acudido como un mandado al matadero del escarnio, hubiera tenido el gesto de dignidad herida de abandonar el recinto tan pronto como terminó de sonar el himno, dejando a Mas colgado de su pérfida mueca. Seguro que a Rajoy le hubiera contrariado ese arranque pero el Rey habría adquirido la misma popularidad sobrevenida que acompañó a su padre desde el 23-F. Y naturalmente que no estoy comparando una pitada concertada a los símbolos de la Nación con un golpe de Estado pues pertenecen a categorías muy diferentes de lo execrable, pero sí incidiendo en que no hay mejor atajo hacia el prestigio que el repudio explícito de lo intolerable.
Si alguien sabe de algún otro lugar en el mundo en el que ocurran cosas así, en el que la persona y el himno que representan al conjunto de la ciudadanía sean objeto de befa y vituperio de forma coordinada, subvencionada, impune y retransmitida en horario de máxima audiencia, que lo diga. A Rajoy, Soraya, Fernández Díaz y demás estólidos en su estrago debería caérseles la cara de vergüenza. Sabían a qué tipo de escabechina moral enviaban a Felipe VI y por eso delegaron la representación del Gobierno en el difunto Wert.
Ellos son los responsables directos de que el Rey compareciera para servir de pim-pam-pum a las invectivas de la chusma cual monigote de feria. Ellos son los responsables directos de que una autoridad del Estado que el pasado noviembre utilizó medios del Estado para intentar destruir al Estado, desobedeciendo las resoluciones judiciales del Estado, pudiera exhibir su sonrisa rufianesca junto a Felipe VI para añadir así la albarda de la burla a la albarda del ultraje.
Cuan hiriente e insufrible, cuan ofensivo y vergonzoso sería el hecho para el ciudadano medio, sin especiales ardores patrióticos pero con un elemental sentido de la urbanidad exigible en la morada común, que incluso ese estaférmico Gobierno se sintió obligado a anunciar ipso facto la convocatoria de la Comisión Antiviolencia. Frente a la ingenuidad de los arponeros que pensábamos que al fin esta vez el decoro institucional se cobraría algún que otro cetáceo estelado, lo que se impuso fue el business as usual y la decrépita montaña volvió a parir el ridículo ratón de una mera pesquisa informativa.
Ha transcurrido toda una semana y el ya casi extinto debate sólo ha generado un prolífico catálogo de impotencias: no es posible interrumpir el acontecimiento, desalojar el estadio y jugar el partido a puerta cerrada, como prevé la legislación francesa, porque eso generaría un problema de orden público; no es posible sancionar a los clubes cuyas aficiones protagonizaron la afrenta, y menos aún clausurar durante equis jornadas el Camp Nou, porque eso estimularía el victimismo nacionalista en vísperas de unas elecciones con pretensiones decisorias; no es posible proceder contra las personas físicas, perfectamente reconocibles en los vídeos de la jornada, porque hay jurisprudencia de la Audiencia Nacional que alberga manifestaciones análogas bajo el paraguas de la libertad de expresión; no es posible reformar el Código Penal para que no quepa el equívoco y las agresiones a los símbolos nacionales en el espacio público sean equiparadas a las manifestaciones de odio, racismo y xenofobia porque no se debe legislar en caliente y estamos además próximos a la disolución de las Cortes. Frustrante letanía colgada de la tópica premisa de que no hay que fijarse en los efectos sin rastrear las causas al menos hasta los tiempos de Recesvinto.
Así las cosas, hay algo que sí es posible: incluir el abucheo en el protocolo del acto que la Federación Española de Futbol distribuye a los medios de comunicación. Rezaría de esta guisa: 21,25.- Entra en el Estadio Su Majestad el Rey, acogido con los primeros pitos e insultos. 21,27.- Suena el Himno Nacional mientras los gritos e invectivas se generalizan hasta hacerlo inaudible. 21,29.- Sonrisa rufianesca del presidente de la Comunidad Autónoma dirigida a Su Majestad el Rey, con posado ante las cámaras. 21,30.- Sorteo de campo entre los capitanes e inicio del encuentro, acompañado de los últimos insultos al Jefe del Estado.
Todos sabríamos a qué atenernos. Serían los cinco minutos rituales del odio, mucho más entretenidos que el mensaje de Navidad. Las familias se congregarían ante el televisor a ver y oír la bronca contra el Rey y su “puta España” y los comentaristas de la cadena pública ponderarían los decibelios de la pitada, el calibre de las injurias y la impasibilidad del monarca en relación a años anteriores. Naturalmente “el monarca” sería ya un sosias maquillado y el propio Felipe VI podría seguir la retransmisión por la pequeña pantalla junto a su jefe de Gobierno. Pitando se entiende la gente.
Me alegra que esta semana aciaga haya desembocado en el final feliz de un viaje inverso al de Alfonso XII y que su tataranieto haya podido encontrar en las ovaciones de la Asamblea Nacional Francesa el bálsamo para las ofensas sufridas en la soledad del Camp Nou. No es sin embargo un síntoma demasiado alentador de la salud de nuestra democracia que al Rey de España le abucheen en Barcelona y le aplaudan en París. Para eso mejor quedarnos en lo de 1883.
Con un liderazgo autonómico grotesco y una faz esclerótica y roída por la corrupción a nivel nacional, ¿qué atractivo ofrece el actual PP a esos dos tercios de catalanes que quieren continuar unidos a España o al menos dudan ante el salto en el vacío del independentismo?
O en lo de Recesvinto que, según el atrabiliario organizador de la pitada Santiago Espot, seguro que en realidad se llamaba Resesvint y, por supuesto, era catalán. Pero no sigamos engañándonos con estas disquisiciones. Poco importa que a finales del XIX ya volviera a estar en ebullición la “cuestión de Cataluña” o que sus raíces se remonten o no hasta los Reyes Godos. ¿Acaso los Pirineos marcan una división tan drástica entre dos especies del género humano como para que de un lado se rinda culto a la Nación y del otro se la ultraje por sistema?
No, la diferencia la marcan las leyes y las personas encargadas de aplicarlas. Si la Constitución del 78 dejó el modelo territorial abierto al voraz irredentismo nacionalista y la ambigüedad de Zapatero dio alas a los más radicales, es con el gobierno de mayoría absoluta de Rajoy cuando más se está notando el abandono de Cataluña por parte del Estado. La estrategia política brilla por su ausencia, la acción cultural es un páramo yerto, los proyectos económicos ni están ni se les espera. Con un liderazgo autonómico grotesco y una faz esclerótica y roída por la corrupción a nivel nacional, ¿qué atractivo ofrece el actual PP a esos dos tercios de catalanes que quieren continuar unidos a España o al menos dudan ante el salto en el vacío del independentismo?
Mucho más espantoso que el desabrido clamor de una noche de pasiones y rebuznos es en el fondo el educado coro de murmullos de las clases medias catalanas sobre la pasividad, el abandonismo y la torpeza del Gobierno. De ahí que venga tan a cuento este chiste del gran Bagaría publicado hace cien años en nuestra admirada revistaEspaña. Eduardo Dato, el Rajoy de entonces, líder de un partido conservador atestado de caciques, increpa al siempre pactista Cambó: “Ustedes quieren separarse de España…” Y Cambó -¿dónde está hoy su trasunto?- replica flemático: “Lo que queremos es separarnos de ustedes, que no es lo mismo”.
Ilustración: Bagaría. (Publicada en la revista ‘España’)