EL ARPONERO INGENUO
por PEDRO J. RAMÍREZ
Si hubiera que añadir una cita más al abanico de referencias literarias desplegado por Ana Romero en su meticulosa y estremecedora reconstrucción del deprimente final del reinado de Juan Carlos I, desde Shakespeare a Fitzgerald, pasando por Samuel Beckett -que aporta el título del libro: Final de Partida-, yo me permitiría alterar tres palabras en los famosos versos de Valle Inclán sobre la corte isabelina, para cambiarles el género: “Apaga de repente sus luces el guiñol/ y en el reino de Babia del Monarca Castizo/ rueda por los tejados la pelota del sol“.
De hecho es la propia Ana Romero quien ve reflejada la efigie del penúltimo rey de España en el espejo deforme de su tatarabuela, a través de un párrafo de su biógrafa Isabel Burriel, omitido -sin duda por razones de espacio- en la prepublicación que se hizo el pasado domingo: “El problema de Isabel II había sido su absoluta falta de discreción, el estado casi maníaco en el que cayó y el embrollo político que provocó . Su fama de inestable e impredecible, incapaz de controlar sus pasiones, esclava de sus deseos, viene de entonces”.
Pero aunque esta mirada alusiva a la Corte de los Milagros no hubiera sido explícita, resultaría imposible dejar de relacionar el elenco de personajes duchamente descritos por Ana Romero con el que puebla el esperpéntico retablo de Valle. O mejor aún con el que puebla el relato histórico de La Estafeta de Palacio, del escritor monárquico Ildefonso Antonio Bermejo, que sirvió de fuente de inspiración a Valle. “Podría demostrarse fácilmente que, desde el punto de vista del contenido histórico narrado, es más grotesca La Estafeta de Palacio que El Ruedo Ibérico“, sostiene con razón la filóloga Leda Schiavo en su ensayo Historia y novela en Valle-Inclán.
Y es que ningún novelista pudo imaginar nunca una situación tan digna del Callejón del Gato como el episodio del cazador cazado en Botswana, muy pasado de copas, con la cadera rota y con la “familia paralela” -Corinna, Philip, Alexander- que compartía su vida privada a espaldas de los españoles, instalada en la tienda de al lado. Obsérvenles vestidos todos de safari en el despendolado vuelo de emergencia de su febril regreso a Madrid. “Viaje de horror, incertidumbre, miedo y dolor”, confiesan sus protagonistas a Ana Romero. Media hora después del escándalo, la indignación y el agravio, es imposible no sentir compasión cuando se comprueba que, como explicaba el propio Valle en una entrevista publicada en 1928 en ABC, “los héroes son enanos patizambos que juegan una tragedia”.
Ilustración: Javier Muñoz
Mientras en el lance que inspiró la Farsa y Licencia de la Reina Castiza quedó tendido el cadáver del ministro de la Guerra, un tal Urbiztondo, cuando en compañía del rey consorte intentó forzar la entrada de la antecámara de Isabel II, custodiada por el jefe de Gobierno Narváez, las únicas víctimas mortales de la expedición a Botswana fueron, en apariencia, los pobres elefantes, protocolariamente cuadrados en posición de firmes ante la mirilla del rifle del monarca y su séquito: “El Señor siempre se cobra primero”.
Pero como se demuestra en el intenso y subyugante libro de Ana Romero, el propio Juan Carlos volvía también con una bala alojada en la Corona, demasiado próxima a sus órganos vitales. A la luz de mi propia experiencia, yo pensé -y así lo escribí entonces- que bastaría la prótesis de titanio, diestramente colocada por el eficiente doctor Villamor, para devolver al titular de la institución todas sus funcionalidades. Las magnéticas 340 páginas de Final de Partida prueban que me equivoqué.
Final de partida retrata a un Juan Carlos, frívolo y egoísta hasta la necedad, que trata despóticamente a los funcionarios de la Zarzuela, supedita su papel institucional a sus apetencias y fracasa al intentar reconquistar el apoyo de sus súbditos.
No encontrarán en ellas ni a Paco Natillas, ni al espadón de Loja, ni al padre Claret, ni a sor Patrocinio “la monja de las llagas”. ¿Pero qué me dicen de un jefe de la Casa Real que queda a almorzar en Zarzuela con dos directivos de un periódico, se levanta prematuramente, invocando una cita inaplazable, y se planta en la sede de ese periódico para reunirse con su director, de espaldas a sus invitados, antes de reclamar “ejemplaridad” a los demás con una tarjeta black en el bolsillo? ¿O del jugador de balonmano que, instado por su suegro a desmontar un tinglado destinado al saqueo de las administraciones públicas, lo sustituye por una fundación-pantalla orientada al mismo fin, bajo la coartada de ayudar a niños disminuidos psíquicos? ¿O del estafador convicto que, cual nuevo aguador Chamorro, comparte intimidades y asuetos con el monarca gracias a haber eludido la prisión por un cambio de la doctrina de la prescripción, diseñado en el Tribunal Constitucional como un traje a la medida? ¿O del jefe de los servicios secretos a quien la “diabólica” Corinna rebautiza como el Troll después de que acuda a visitarla, en “labores de inteligencia”, a la lujosa suite del hotel Connaught de Londres, con el propósito de que interrumpa su relación con el monarca? ¿O del ministro kikirikí que ejerce de carabina diplomática en los inauditos almuerzos que Su Majestad organiza para favorecer los lucrativos proyectos de su “amiga entrañable”? ¡Viva mi dueño!
La “diabólica” Corinna, o CSW como la identifica Ana Romero, aparece en el libro como el centro de ese carrusel en el que todo el mundo es un teatro… devaudeville, hasta el extremo de que un líder planetario como Putin puede asistir a una fiesta de cumpleaños -¡de Arturo Fernández, leer para creer!- con tal de contentar a Su Majestad. Es cierto que, como sugiere la autora, CSW tiene un aire picante y acuoso a lo Lauren Hutton, pero a mí me recuerda más a la inteligente y seductora Madame du Cayla, última favorita de un Rey de Francia. Fue después de compartir mesa y mantel con ella, cuando expliqué que entendía perfectamente que Juan Carlos, aburrido como un hongo en la soledad de su palacio -incapaz, a diferencia de Luis XVIII, de encontrar solaz alguno en la lectura- prefiriera pasar las tardes con una tipa divertida, culta y ocurrente que con generales descascarillados o dirigentes del Ibex con problemas de dicción.
He ahí a la mujer que abofetea públicamente al monarca -plás, plás- en el hall de un Hotel de Venecia (p. 236), que le reprocha haber pedido perdón a los españoles como si se avergonzara de ella (p. 178) o que no quiere saber nada de él cuando descubre que sigue alternándola con antiguas y nuevas amantes (p. 29). Nada de particular. La vida misma. “Isabelita, Arana te es infiel”, cuentan las crónicas que le espetaba a la reina su consorte, refiriéndose al “pollo real” de turno.
‘Yo también tengo derecho a mi vida privada’, me espetó hace veinte años, a solas en su despacho. “El único español que no puede decir eso es Su Majestad”, le respondí, abriendo la brecha de la desconfianza con que me distinguió desde entonces.
Si Juan Carlos era capaz de denigrar a la reina Sofía ante un ministro: “La odio, no puedo soportarla”, si de ninguna manera quería viajar con ella aun a costa de crear problemas en las relaciones diplomáticas, si buscaba en cambio cualquier oportunidad para meter a CSW en el avión, si la tuvo durante tanto tiempo clandestinamente instalada en la Angorilla, si “la familia también hacía tiempo que había desaparecido, si es que alguna vez la tuvo”, si la rubia alemana era “la única que le daba vidilla”, ¿por qué no se divorció y se casó con ella, como habría hecho cualquier don Juan otoñal de provincias? La respuesta de la autora está en uno de los primeros capítulos: “La monarquía parlamentaria occidental es una institución democrática que se sustenta en la familia”. Y eso implica, en consecuencia, sustituir el interrogante anterior por otro mucho más desolador para el conjunto de los españoles: “¿Cómo llegó el Jefe del Estado a tal grado de irresponsabilidad?”.
Final de partida retrata a un Juan Carlos, frívolo y egoísta hasta la necedad, que trata despóticamente a los funcionarios de la Zarzuela, supedita su papel institucional a sus apetencias y fracasa al intentar reconquistar el apoyo de sus súbditos. Es el Campechano I de Jiménez Losantos al que, según Ana Romero, “se le marchitó el clavel” en el delta del Okavango. Pero el libro también deja entrever al ser humano atrapado en el cepo de lo que la autora define perfectamente como “una familia desestructurada”, prisionero del propio código de la institución que encarna -“La sangre es más espesa que el agua”, le dice a CSW para explicarle su apoyo a la infanta Cristina- y dando bandazos entre el sentido del deber y la llamada del capricho, hasta el extremo de comprometer su recuperación con sus recurrentes visitas a Sussex. “Yo también tengo derecho a mi vida privada”, me espetó hace veinte años, a solas en su despacho. “El único español que no puede decir eso es Su Majestad”, le respondí, abriendo la brecha de la desconfianza con la que, según explica la autora, me distinguió desde entonces. Es probable que si la víspera de la Pascua Militar en la que se trastabillló, insomne y espeso, ante sus espantados compañeros de armas, no hubiera hecho una de esas escapadas a la campiña inglesa, Juan Carlos seguiría hoy en el trono.
Su mayor riesgo de cara a la posteridad es que CSW se divide en dos: Cáceres y Badajoz. Con más o menos condescendencia, la mayoría de los ciudadanos están dispuestos a perdonar cuanto suceda de cintura para abajo, pero no serán indulgentes de cintura para arriba. “El problema con ella no es la cama sino la billetera”. Ese fue el diagnóstico al que, según Ana Romero, llegaron los responsables de la Casa del Rey a medida que la vieron irrumpir ora en el Fondo Hispano-Saudí -“CSW puso el cazo, algunos caímos porque detrás estaba el Rey”-, ora en la frustrada venta de Repsol a Lukoil, ora en la iniciativa para compensar al Gobierno de Abu Dabi por la reducción de las primas a las energías renovables. Tal vez fuera una sensación injusta, pero en el propio entorno del monarca se percibía que detrás de la sonrisa profiláctica de aquella “organizadora de eventos”, tan aficionada a las “alfombras voladoras”, siempre había una implacable máquina registradora facturando mordidas.
Al adentrarse en las arenas pantanosas de las finanzas de ambos, la franqueza con que Ana Romero se expresa sobre todos los demás asuntos se trueca en contención y cautela. Expresiones como “fuentes cercanas a las organización (de los Laureus) señalan que por cada patrocinio CSW obtuvo un 10%”, “dicen que la mayor parte de esos 15 millones (del Fondo Hispano- Saudí) fue a parar a manos de CSW” o “personas cercanas al Gobierno de Abu Dabi me han confirmado queCSW tiene un contrato con la ciudad Estado” van trenzando el camino que desemboca en un tenebroso penúltimo capítulo –Arabia Felix– dedicado a ponderar las especulaciones sobre la fortuna oculta de Juan Carlos I. La pregunta directa que la periodista del New York Times Doreen Carvajal planteó en la Zarzuela -“¿El Rey cobra comisiones?”- mantiene desde hace tiempo en vilo al león de la opinión pública y planea ya como un estigma que en cualquier momento puede embadurnar para siempre al monarca que facilitó la transformación de la dictadura en democracia, paró el 23-F e integró a la izquierda en el sistema.
Su mayor riesgo de cara a la posteridad es que CSW se divide en dos: Cáceres y Badajoz. Con más o menos condescendencia, la mayoría de los ciudadanos están dispuestos a perdonar cuanto suceda de cintura para abajo, pero no serán indulgentes de cintura para arriba.
La mañana de la abdicación, poco antes de que Juan Carlos compareciera en la televisión, una alta autoridad del Estado me llamó para pedir que apoyara públicamente la iniciativa. “De todas las decisiones importantes del reinado, esta es la que menos me gusta”, le contesté excusándome. No lo esperaba. No lo entendía. Su estupor palpitaba al otro lado del auricular. Requerido por él, resumí de forma sintética mis razones: “En primer lugar porque es un mal final para lo que, en conjunto, ha sido un buen reinado. En segundo lugar porque es un pésimo precedente para la institución”.
Hay quien sostiene que tras la publicación de este elocuente libro que marca una rotunda raya en la arena -ya nadie podrá alegar desconocimiento-, yo debería abjurar de esa postura, renegar de artículos como El Rey batallador, en los que respaldaba que Juan Carlos I debía seguir reinando hasta que la muerte u otro impedimento inexorable se cruzara en su camino, y sumarme al coro de pirañas que entona el “se va el caimán, se va el caimán”. Invirtiendo el orden de los factores, concluiremos, sin embargo, que si Juan Carlos I siguiera reinando, esteFinal de Partida no se habría publicado hasta que la jugada postrera no se hubiera consumado sobre el tornadizo tablero.
No hace mucho Carmen Iglesias me hablaba, a propósito de unas páginas de Javier Marías sobre la macabra muerte, decapitada en accidente de tráfico, de la sex symbol Jayne Mansfield, del “horror narrativo” que producen esos malos finales que distorsionan el significado de las trayectorias más valiosas, vaciándolas en la última escayola de la mueca grotesca que queda en la retina. Eso es lo que está sucediendo hoy, ahí yace enterrado y escarnecido en vida, con el monarca que, con todos los defectos que afloran en este libro y muchos más todavía sumergidos, fue capaz de enderezar el rumbo de España, en un tiempo que se antoja ya remoto para los jóvenes, sacándola del cubo de la basura de la Historia por la senda de las libertades y la modernidad.
Y me repugna que el mismo gobernante que durante catorce años decisivos consintió, o más bien alentó, esa autoindulgente concepción de la “vida privada” del Monarca que desembocó en el desastre de Botswana, a cambio de la protección que obtuvo de él cuando montó una trama terrorista y fomentó el saqueo del erario, aparezca ahora -es una de las grandes revelaciones de Ana Romero- como ideólogo y artífice de una indigna suelta de lastre en la que han concurrido cuantos pretenden perpetuar su abusiva hegemonía, fruto de unas reglas del juego fosilizadas a fuer de injustas, reemplazando un viejo jarrón desportillado por un nuevo florero de juncal talle.
Alega con gracia Gibbon que en la patrística cristiana los milagros nunca son contemporáneos, sino que cada generación descubre los poderes sobrenaturales que adornaron a la anterior. Así ha venido sucediendo desde tiempo inmemorial con las taras de los Reyes: durante su vida siempre quedan ocultas tras el ropaje de las patentes virtudes apreciadas y loadas por sus publicistas y es a su muerte -o derrocamiento- cuando, trasladado el incensario a la antecámara del heredero, se descubre la pestilencia del difunto como elemento de contraste y prueba de satisfacción para quienes tienen la dicha de ser súbditos del providencial nuevo monarca y no de su desenmascarado antecesor. Por algo dice Quevedo que “la mayor fiesta con que la fortuna entretiene a los vasallos es remudarlos de dominio”.
Ahí yace enterrado y escarnecido en vida el monarca que, con todos los defectos que afloran en este libro, fue capaz de enderezar el rumbo de España, en un tiempo que se antoja ya remoto para los jóvenes, sacándola del cubo de la basura de la Historia.
No es casualidad que el último y más escandaloso tomo de La Estafeta de Palacio-“el desvelo prolijo con que escribo esta parte de la historia de vuestra excelsa madre”- estuviera dedicado al futuro Alfonso XII, ni tampoco que Valle Inclán remitiera un ejemplar de Farsa y Licencia de la Reina Castiza a Alfonso XIII con un inequívoco mensaje: “Señor, tengo el honor de enviaros este libro, estilización del reinado de vuestra abuela Isabel II, y hago votos por que el vuestro no sugiera la misma estilización a los poetas del porvenir”.
De nada servirá pues que Ana Romero constate que “la decepción personal provocada por el Rey confirmó a muchos españoles la maldición del gen Borbón que acaba siempre mal para España” -entre otras cosas porque, a veces, en el ínterin y bajo ese mismo gen, también suceden cosas positivas- o que, citando a un “príncipe amigo”, aporte el diagnóstico más lúcido del libro: “Todas las familias reales son disfuncionales porque la institución requiere un comportamiento de sus miembros que no es del todo humano”.
Es ley de vida y desde que La Esfera de los Libros inició la distribución de la obra, hay una larga caravana de vehículos de políticos horrendos, potentados pestilentes, folicularios de prosa mediocre, aspirantes a intelectuales orgánicos y demás zánganos arribistas haciendo cola en la Zarzuela para entregar a la nueva rama de la dinastía -la “sangre” de los Ortiz Rocasolano también es, cómo no, “más espesa que el agua”- un ejemplar de Final de Partida con votos similares a los de la reveladora dedicatoria de Valle. A “estilización” muerta, “estilización” puesta. La única excepción es Pablo Iglesias que, en vez del libro de Ana Romero, aporta al besamanos, con envoltorio de regalo y cintita morada de remate, un subversivo ejemplar de La cabaña del tío Tom. La Corona estará hueca, pero vaya lo que aún resuena.