por PEDRO J. RAMÍREZ en EL ESPAÑOL
Así como los especialistas en la historia de la lucha libre profesional no se ponen de acuerdo en cuándo lo que era una competición deportiva, más o menos limpia, se transformó en un amañado espectáculo circense para frikies de la televisión de pago provistos de grandes boles de palomitas chorreando lamparones de mantequilla, es bien sencillo identificar el momento en que la democracia española quedó corroída por el tongo. Números cantan. Mientras en las elecciones que ganó Zapatero en 2008 el PSOE y el PP obtuvieron el 83,8% de los votos emitidos, el último barómetro del CIS les sitúa por primera vez por debajo del 50%, concretamente en el 49,5%.
¿Qué ha ocurrido en estos siete años para que de los 21 millones y medio de españoles que entonces respaldaron el bipartidismo, menos de 11 millones -en un contexto de descenso de la participación- parezcan dispuestos a mantener su fidelidad como votantes? Pues que tanto los gobiernos de Zapatero como los de Rajoy, muy condicionados por las imposiciones alemanas a través de Bruselas, fueron incapaces de responder a la crisis con políticas acordes a los anhelos de sus electores.
El final de la inocencia llegó en mayo de 2010 cuando Zapatero, que ni siquiera contaba con el parapeto de la mayoría parlamentaria, se vio obligado a entregar la cuchara de su política de estímulos y se inmoló en el altar de los ajustes. Las enormes esperanzas depositadas en Rajoy se tradujeron en el más claro mandato electoral desde el 82, pero todo se desmoronó en un pispás cuando en aquel primer Consejo de Ministros de diciembre de 2011 se cumplió la mezcla de advertencia y profecía que Aznar había formulado en el Congreso de Valencia y, al perpetrar la mayor subida del IRPF de la democracia, el Gobierno del PP pasó a hacer “lo que les gustaría a nuestros adversarios”. Montoro hasta se reía -ji, ji, ji- casi tanto como la posteridad se reirá de él.
Ya he dicho alguna vez que, a la vista de lo sucedido en materia de política antiterrorista, complicidad con la corrupción, pasividad ante el separatismo, deterioro institucional, presión fiscal o endeudamiento público la peor “legislatura de Zapatero” ha sido esta tercera. Si la percepción de Rajoy como estafermo político ha calado tan vertiginosamente en apenas un trimestre -nadie diría que fue el 8 de noviembre cuando tuve que publicar fuera de España aquel texto que desencadenó todo lo ahora en marcha- es porque su traición por incomparecencia era un secreto a voces.
Tal es la amalgama de cobardía personal e inanidad política vertida sobre su hierático molde que hételo aquí hoy, apresurándose a liquidar la cuestión del aborto, con la que tanto movilizó a un sector de sus votantes, con un mero retoque cosmético de la denostada ley Zapatero. Y no es que yo prefiera la coherencia intelectual de Gallardón como respuesta a un problema que desnuda como pocos “el fuste torcido de la humanidad”, sino que entiendo que gobernar es actuar y resulta patético ver a alguien con 186 escaños exhibiendo su inmovilismo como máximo acierto. Rajoy se jacta de no haber pedido en 2012 el rescate de nuestras finanzas -tuvo que plegarse al de las putrefactas cajas saqueadas por su grey- pero ese “no hice nada” podría muy bien quedar como resumen de la legislatura.
Fíjense de hecho en el correlativo argumento con que su vicepresidente Arriola justifica, con el riñón bien forrado de dinero negro, el retraso del momento en que el dedo de Dios se posará sobre este o aquel perro para investirle candidato a tal ayuntamiento o comunidad: cuanto más tarde se desvele a los designados menos tiempo habrá para que se desgasten. Lúcida reflexión -teniendo en cuenta lo que va quedando en un muestrario en el que descuellan Hernández y Floriández- que, llevada hasta sus últimas consecuencias, desembocaría en la renuncia a presentar candidatos y la disolución del partido.
En el otro lado nadie podrá acusar, en cambio, de parálisis a Pedro Sánchez pero debería existir algún término medio entre la catalepsia rajoyana y la yenka devenida en baile de San Vito de este penúltimo divo del cuadrilátero. Menudas peonadas las suyas. Un lunes irrumpe en los predios del inframundo televisivo, un martes preconiza la supresión del Ministerio de Defensa para que no dé tiempo de colgar el retrato de Chacón, un miércoles impugna la reforma constitucional que él mismo avaló con su voto, un jueves suscribe un pacto antiterrorista dejando claro que derogará su principal disposición cuando gobierne -soñar es gratis- y un viernes le cambia la cerradura a Tomás Gómez para poner en su lugar a Gabilondo a través de un proceso “opinativo”. Claro que lo peor del caso es que todavía le quedan el sábado y el domingo para proclamar aquí y acullá que él es un demócrata y un hombre de palabra.
Mientras desde Ferraz se acusaba al CIS de inflar el volován de Podemos a costa del PSOE, la experta estimación de Jaime Miquel y Asociados, publicada la semana pasada en este blog, apunta exactamente a lo contrario: el sorpasso de la formación de Pablo Iglesias no sería ya de 1,7 sino de hasta 6 puntos, con una intención de voto real superior al 25% que le permitiría disputar incluso la hegemonía -o sea, la prima que la ley d’Hondt concede en el reparto de restos- a ese abotargado PP.
Nadie parece discutir ya que el padre de Podemos fue Rajoy y su madre, Rubalcaba. De hecho mientras esa coyunda subsista por persona interpuesta -la sombra de su antecesor ha engullido esta semana a Sánchez- seguirá creciendo el espacio sociológico para la ruptura del modelo. PP y PSOE se necesitan recíprocamente para tapar las vergüenzas de los ERE y la financiación ilegal -sólo faltaba que desapareciera el sumario sobre desaparición de pruebas- y ya se atisba la trinchera de una grossen -o más bien flaquen- coalitionen, encaminada a preservar canonjías y despachos. De la repulsa que merece ese combate amañado se ha venido nutriendo la crecida de Podemos y el riesgo de tener que optar entre putrefacción y revolución.
Sin embargo de la recién abierta caja de Pandora de este 2015, tan fértil ya en proyectos de antídotos a nuestros males, acaba de surgir un nuevo actor que puede cambiar el curso del destino. Desde luego eso era lo que flotaba en el ambiente el otro día en el abarrotado círculo de Bellas Artes en el que Albert Rivera se presentó flanqueado por dos brillantes alfiles económicos. Respondiendo a la llamada de la amistad que me une tanto con Luis Garicano -primer profesional de éxito que da en mucho tiempo el salto a la política- como con Manolo Conthe -siempre me enorgulleceré de haberle nombrado presidente del consejo editorial de Expansión- acudí al acto con la misma expectación con que fui a oír el año pasado a Rosa Díez al club Siglo XXI. Llevo cuarenta años soñando con el ensanchamiento de la Tercera España a cara descubierta; y, por ingenuo que parezca, ningún chasco me ha curado de esa querencia antimaniquea.
El timbre inteligente de los parlamentos, el tono respetuoso, la sensatez de las propuestas, su equilibrio ideológico y sobre todo la comunicación no verbal, la atmósfera de complicidad entre una audiencia cualificada, articulada, racionalista y un dirigente audaz pero con los pies en el suelo y el tiempo de su parte… todo contribuyó a la sensación de que lo que intentaron Tierno desde la izquierda, Roca desde la derecha o Suárez con Garrigues, Paco Ordóñez y el padre de Carolina Punset desde el centro puede fraguarse ahora entre nosotros.
El empeño sería más sencillo si Rosa Díez tuviera in extremis un atisbo de lucidez, aparcara recelos y cabezonerías y propiciara la convergencia entre UPyD y Ciudadanos en torno a un programa que ya es en gran medida común; y véase si no el ejemplo del contrato único. Eso es lo que anhelan la mayoría de sus electores, tal y como alegaba no ha mucho Fernando Maura en este blog. Pero la necesidad de una alternativa así ha calado tan hondo entre un electorado joven, profesional y urbano que acabará germinando con convergencia o sin ella. En mayor o menor medida todos los sondeos reflejan ya ese segundo sorpasso que se ha producido en el espacio de centro. Sería una lástima que la admirable labor de UPyD de estos años quedara arrumbada en la cuneta y que el enorme mérito de Rosa Díez fuera diluyéndose en su incomprensible empecinamiento.
No hay que perder de vista ni los estertores de Izquierda Unida ni el denodado empeño de Santiago Abascal en sacar a Vox del ostracismo al que le tienen condenados los poderes fácticos, obsesionados por proteger el flanco derecho del PP frente a cualquier intrusión. Atención a la candidatura del juez Serrano por Sevilla porque si un partido conservador como Vox lograra entrar en un parlamento de la importancia del andaluz, estaría automáticamente dentro del tablero nacional. Pero hechas estas salvedades, todo indica que el bipartidismo se está convirtiendo ya en un Catch a 4, como ocurría en las famosas veladas del Campo del Gas -lo recordará cualquier lector del Marca de edad madura- una vez extinguida, entre el tongo y el drama, la estrella de Hércules Cortés, su luchador de referencia en las postrimerías de la Dictadura.
Aunque el Catch a 4 se disputa en principio por parejas, su espectacularidad reside en que dentro de cada tándem siempre hay sus más y sus menos e incluso se producen cambios de alianzas. La política francesa e italiana ha generado ya toda una panoplia de esas vibrantes combinaciones. En nuestro caso cabría contemplar el eje ideológico con Rajoy y Rivera de un lado y Sánchez e Iglesias por otro; el eje innovador con Rajoy y Sánchez representando la Vieja Política y Rivera e Iglesias como paladines de la Nueva Política; e incluso el recurrente relato del wrestling con los lampiños, buenos chicos, baby faces o simplemente faces Rivera y Sánchez enfrentados subterráneamente a dos osos rudos, barbudos y pendencieros, heels en el argot, como Rajoy e Iglesias.
Elijan su relato y hagan sus apuestas, teniendo en cuenta que a mitad de combate puede subir la forzuda Susana y sacar del ring de un guantazo a uno de los faces y que en todo caso esto lleva camino de desembocar en un ardiente todos contra todos. Lo único que deben saber los contendientes es que es tan grande el cabreo y tamaña la frustración acumulada, que el público, apiñado en las sillas del campo de tierra de la Avenida del Gasógeno, junto al Paseo de las Acacias, exige que, reglas de urbanidad aparte, esta vez las tortas sean de verdad.