EL ARPONERO INGENUO
El fantasma populista que recorre Europa se ha enseñoreado esta semana de la cocina del CIS provocando, siquiera en el volátil plano de la demoscopia, el mítico sorpasso que desde el inicio de la transición viene obsesionando al PCE y sus herederos. Cual anciano Simeón –todo sucede alguna vez- Julio Anguita se habrá mesado la barba en su retiro cordobés para que la satisfacción por el éxito virtual de su pupilo Pablo Iglesias no altere su frágil ritmo cardíaco.
Es secundario que, como alega Ferraz, a los marmitones y pitanceros del instituto oficial –a ver cuándo clausuramos esos fogones, ¿qué diablos hace el Gobierno estimándose a sí mismo cual aborto de Narciso?- se les haya ido la mano a la hora de albardar el filete de Podemos. Que el recién llegado al banquete de la izquierda lleva camino de arramplar con el santo y la limosna es algo que certificará cualquiera que haya dedicado unos minutos a examinar, a través del gigapan de este blog de EL ESPAÑOL, los rostros ávidos de desquite y transidos de urgencia de la feligresía convocada en Sol. El mismo espíritu de clase, la misma ilusión intergeneracional, la misma fe del carbonero que hacía gritar hace treinta y cinco años “¡Se siente, se siente, Santiago está presente!” y “¡Oa, oa, oa, Felipe a la Moncloa!” es hoy el corcel desbocado sobre el que cabalga Pablo Pueblo.
De poco sirve tratar de oponer a ese desbordamiento, gestado durante años de silencioso empobrecimiento colectivo, los diques de la denuncia de la corrupción y la impostura. Para la grey de esta iglesia alternativa los escándalos suscitados por las nada ejemplares conductas de destacados miembros del entorno del Maestro tienen una interpretación inversa a la del resto de los mortales. La resumió muy bien aquel socialista andaluz que a comienzos de los 90, en pleno caso Juan Guerra, dijo que acudía a un mitin “para que la derecha no le quite el despacho al hermano de Arfonzo”.
La movilización se multiplica ahora para impedir que la casta expulse a Monedero y Errejón de la universidad y arrebate sus medios de vida a la familia de Tania. Como si meter la mano en la caja del erario en la proletaria Rivas-Vacíamadrid fuera distinto a hacerlo en la opulenta Boadilla del Monte. Como si una complementaria por dinero procedente de Venezuela fuera menos infamante que una regularización de botines suizos o andorranos. La demostración de fuerza de Sol es la prueba de cómo funciona el “noli me tangere” del Coletas: el milagro de la transubstanciación de la carne del redentor protege a sus apóstoles.
Izquierda Unida ha caído en la trampa del príncipe que abre las puertas de su ciudadela a una aguerrida mesnada, sin reparar en una quinta columna intramuros, liderada nada menos que por la novia del audaz condottiero. Primero desfilaron por las pasarelas catódicas cual salvadores de los encerrados, luego impusieron sus condiciones para erigirse en sus paladines, luego destruyeron el poder instituido, sembrando la confusión y el caos, y sólo ahora cuando el enclave ya es suyo, aunque Cayo Lara y algunos andaluces todavía no se hayan enterado, lo abandonan a su suerte para proseguir una guerra de expansión que a nadie permite dormir tranquilo.
Al PSOE, que inicialmente creyó que todo se reduciría a una implosión de IU con salpicaduras molestas en sus estables fronteras, se le ha helado el rictus al constatar cómo la horda depredadora se expande imparable por el interior de sus dominios. Andalucía se ha convertido ya en sus Termópilas. O Susana Díaz detiene la expansión de los bárbaros a las puertas mismas de San Telmo o no quedará refugio ni morada socialista segura en las autonómicas y municipales. De ahí que Pedro Sánchez no tenga otra alternativa que volcarse en apoyo de su futura rival pues si ella no triunfa con la holgura suficiente para no ser rehén del PP, su propio trono quedará ya enfangado en las arenas movedizas de una coalición antinatural a la defensiva. Sus apuros a la hora de explicar la firma de un pacto antiterrorista con cuya principal novedad –la cadena perpetua revisable- dice estar en radical desacuerdo son sólo un preámbulo del calvario que le espera si lo que se perfila en el horizonte es la entente del inmovilismo, propiciada por el poder fáctico del Consejo de la Competitividad.
Pero quien tiene de verdad motivos para temblar es el PP en el que reina el Estafermo con María Dolores de las Mentiras como Lady Macbeth de El Bonillo y Hernández y Floriández como eximios alfiles políticos. La verdadera noticia de este CIS no es que Podemos haya vuelto a dar sendos mordiscos a IU y al PSOE sino que los populares siguen anclados en su peor registro pese al cambio del viento de la economía, pese a que la ceguera de Rosa Díez lastra la creación de la anhelada alternativa centrista con Ciudadanos y pese a que Vox continua siendo víctima de un ominoso boicot mediático. Sin ningún competidor de empaque en sus propios caladeros –el calendario catalán condiciona el ritmo de la proyección nacional de Albert Rivera- el PP continua desangrándose, cayendo ya 17 puntos respecto a su despilfarrada mayoría absoluta.
La explicación está en ese 2,4 de valoración del presidente, penúltimo en la parrilla de los trece jefes de partidos parlamentarios. Y es que los problemas del PP se resumen en tres: la ineptitud para el liderazgo de Mariano, la complicidad con la corrupción de Rajoy y las traiciones a su electorado de Brey. Ya puede recurrir Aznar a su timbre más campanudo que la suya seguirá siendo una vox clamantis in deserto: el PP ni está ni se le espera. O que alguien explique cómo es posible que cuando apenas faltan tres meses para las elecciones de mayo se mantenga la incógnita sobre quiénes serán sus candidatos en los lugares en los que se juega la vida. Algo absurdo a más no poder si lo contrastamos con el hecho de que el interfecto –tan egoísta como incoloro, inodoro e insípido- no deje de reiterar una y otra vez, puesto a augurar calamidades, que él será el cabeza de cartel seis meses más tarde.
El índice de popularidad no miente. El plebiscito nacional es claro. Esto es como lo del “Maura sí, Maura no” de hace cien años pero sin la primera parte del dilema. Si le quedara un ápice de patriotismo, un adarme de sentido de la responsabilidad, un átomo de esa sensatez de la que tanto presume, el presidente daría un paso atrás, abriría un proceso de renovación democrática del PP y le permitiría resurgir de sus cenizas para defender con credibilidad los pilares de su programa. Sus críticos nos quedaríamos con dos palmos de narices, compuestos y sin Estafermo, pero los votantes del centro y la derecha volverían a vibrar por una causa y no tendrían que acudir a las urnas provistos de máscaras de gas.
El PSOE al menos tiene la palanca final de las primarias en las que se elegirá al candidato a la Moncloa, pero el PP ni eso. Si nada les desengancha de su caballo perdedor, los populares acudirán sumisos a la pira del sacrificio, entonando cánticos y ornados con florecillas, siendo la única alternativa a la derrota una victoria pírrica de equivalentes efectos retardados. A menos que su sustitución por Ciudadanos –solos o en compañía de otros- sea rotunda e inmediata, ese hundimiento del PP servirá de preludio a la quiebra del modelo constitucional de la transición. Y eso significa que en España se armará la mundial o, por ceñirnos al léxico del sexenio revolucionario que siguió al derrocamiento de Isabel II y al colapso del PP de entonces –la Unión Liberal-, se montará la gorda.
La Gorda era una publicación satírica de signo conservador tirando a carlista que, tratando de prevenir su propio advenimiento, comenzó a publicarse en Madrid a finales de 1868. Tenía como emblema una calabaza y se autodefinía burlonamente como “periódica liberal”. “Estamos en medio de la Gorda, hija ilegítima de la Unión Liberal”, decía en su primer número. “¡Buena la habéis hecho… Habéis querido hacer un pronunciamiento y os ha salido una revolución. Estáis en medio de la Gorda”, remachaba la cuarta entrega.
Frente a La Gorda y con la misma ironía paradójica, surgió al año siguiente en Barcelona La Flaca, adicta a la Constitución monárquica de 1869 pero muy crítica con el Gobierno de Prim y con su subasta de la Corona hasta ceñirla en las sienes de Amadeo de Saboya. “La Flaca no es republicana, ni demócrata, ni unionista… La Flaca es española y sobre española, catalana”, decía su manifiesto fundacional. Por eso exhortaba a los soldados que partían hacia Cuba: “La Providencia os guíe en todos vuestros pasos, esforzados hijos de Cataluña… Pensad que vais a defender nuestra bandera, el pabellón de la España con honra, que sois dignos hijos de los Moncada y Roger de Lauria, la esperanza de la patria”.
Pero lo más significativo de La Flaca no era esta enésima prueba de la españolidad del catalanismo posterior a la Renaixença sino la forma en que se identificaba con la Constitución para representarse a sí misma como una escuálida figura de sexo ambiguo, acompañada por un famélico león. Ésa es la imagen pasiva y resignada que presentan hoy en su debilidad extrema los líderes de los dos partidos dinásticos, impotentes ante el proceso dinamitero de Podemos.
Portada del nº 1 de ‘La Flaca’, marzo de 1869
Sólo el decidido desarrollo de una tercera vía basada en el cambio de las reglas del juego político, la ampliación de los derechos de ciudadanía y la propia enmienda de la Constitución podrán rescatarnos del actual dilema entre inmovilismo y revolución. Ésa es la opción que quiere contribuir a vertebrar EL ESPAÑOL porque o alimentamos a “la flaca” o antes o después se montará la gorda, como ocurrió con la Primera República y el cantonalismo hasta que el general Pavía entró a caballo en el Congreso. Es falso que en la marcha que desembocó en Sol no hubiera banderas españolas. Había banderas españolas pero eran casi todas republicanas. Concretamente de la Segunda República que dio paso a la Guerra Civil.
Extinguido el juancarlismo, nada más allá de su utilidad protege hoy a la Monarquía. Pero mucho más importante que la forma de Estado –en definitiva simbólica- es la separación de poderes. Y en nuestras manos está, sobre todo, evitar la maldición del no hay dos sin tres. Que lo que nos sucedió en los siglos XIX y XX no vuelva a ocurrirnos en el XXI.