La batalla por Dios
La traducción española del ensayo de Karen Armstrong sobre el fundamentalismo en las tres religiones de Abraham prescinde del título original inglés – The battle for God, digno de un poema épico de resonancias veterotestamentarias – limitándose a la versión castellana del subtítulo original: Los orígenes del fundamentalismo en el judaísmo, el cristianismo y el islam, un enunciado evoca la severidad analítica de una tesis doctoral. El libro de Armstrong no es ni una cosa ni otra – ni un poema épico ni una tesis doctoral – aunque en sus páginas se puedan rastrear elementos de ambos géneros: Karen Armstrong aúna el rigor que uno espera en una historiadora inglesa graduada en Oxford con el talento narrativo que suele ser habitual en la mayoría de escritores anglosajones. El relato histórico que la autora ofrece de los hechos decisivos en el origen y evolución de los movimientos fundamentalistas resulta fluido y ameno (con episodios tan estrambóticos como la curiosa historia de Shabettai Zevi, un melancólico cabalista judío que, en el siglo XVII, declaró ser el Mesías y dio origen a una fanática secta… antes de acabar convirtiéndose a la fe musulmana, a instancias del sultán turco, que le dio a elegir entre el Corán o el patíbulo). En ciertos pasajes, este relato no está exento de cierto dramatismo, como cuando se narran los sucesos que, hace ahora un tercio de siglo, culminaron con la revolución islámica iraní acaudillada por el ayatolá Jomeini. De otra parte, la interpretación que K.A. hace de estos hechos permite al lector vislumbrar – tal vez – algunas claves para tratar de comprender ese fenómeno que llamamos fundamentalismo y que, desde una perspectiva laica, se antoja tan extraño como impenetrable.
No es la primera vez que Karen Armstrong escribe sobre religión: de hecho, y hasta donde sé, toda su obra gira en torno a este tema. Entre sus títulos más significativos traducidos al español se encuentran Una historia de Dios, El Islam o Jerusalén: una ciudad y tres religiones. Es autora de una biografía de Mahoma que ha obtenido un enorme éxito, no sólo en los países anglosajones, sino también – y esto es significativo – en el mundo musulmán. La que probablemente sea la más personal de sus obras publicadas – un libro autobiográfico titulado The Spiral Staircase: My Climb Out of Darkness – no constituye ninguna excepción a esta regla temática, sino, en todo caso, una vuelta de tuerca más, en clave personal, en la profundización de la autora sobre el fenómeno religioso: la escalera de caracol de la vida de Karen Armstrong giró siempre en torno al eje de la búsqueda de Dios. En 1962, con tan sólo diecisiete años, ingresó como monja en un convento católico de la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús. Pero siete años después abandonó el claustro, desengañada de la vida monacal y de la fe católica que su familia le había transmitido en su infancia. Su biografía parece haber transcurrido en dos planos paralelos: el de la brillante estudiosa de las religiones que, tras graduarse en Oxford, fue profesora en el Leo Baeck College – una prestigiosa escuela para rabinos judíos – y guionista de documentales televisivos, antes de convertirse en una de las voces más autorizadas de la actualidad en materia religiosa; y el de la mujer occidental en pos de su identidad que, tras abandonar los muros del convento en 1969, se encontró una sociedad sacudida por la revolución sexual, el auge del feminismo, la música de los Beatles y la guerra de Vietman, antes de atravesar por purgatorios personales como la anorexia y la depresión – incluyendo varias tentativas de suicidio, cuyos detalles permanecen ocultos tras la amnesia de la autora – sobre el fondo de una epilepsia tardíamente diagnosticada. A juzgar por sus declaraciones en varias entrevistas, la búsqueda espiritual de K.A. parece haber concluido en una personalísima concepción de la religión como una suerte de “alquimia ética”, basada, no en la adhesión a una doctrina, sino en el ejercicio de la compasión como medio de transformación personal y puesta en contacto del ser humano con lo sagrado. Una propuesta que, cuando menos, se sitúa en las antípodas de los movimientos fundamentalistas objeto del estudio plasmado en The battle for God.
En Los orígenes del fundamentalismo, Karen Armstrong no nos habla de su propia evolución espiritual, sino de los avatares que, a lo largo de quinientos años, han llevado al surgimiento de los movimientos fundamentalistas en pleno siglo XX, primero en la Norteamérica protestante, después entre los judíos retornados al Estado de Israel y, por último, en el mundo musulmán, en concreto en el Egipto sunní y el Irán shií. El libro se ciñe a estos cuatro casos, buscando, en palabras de su autora, “una mayor profundización que la que cabría esperar de una investigación más general”. Parece un criterio razonable, aunque, a decir verdad, uno echa de menos alguna referencia al fenómeno fundamentalista en el catolicismo, en la Rusia ortodoxa – plagada de sectas extremistas, como los célebres skoptsy, que, en el paroxismo de sus rituales, llegaban a realizar actos de emasculación – y, por supuesto, a algunas de sus manifestaciones más peliagudas en el mundo musulmán, como los talibanes afganos o el wahabismo saudí. Karen Armstrong se limita a exponer la evolución hacia el fundamentalismo en los cuatro casos señalados, de modo sinóptico y cronológicamente ordenado, lo que le permite subrayar la existencia de ciertos paralelismos y elementos comunes en estos movimientos. De hecho, el fin de su investigación parece residir en la búsqueda de un común denominador que, a despecho de la peculiaridad de cada uno de los integrismos, permita una cierta reconducción a la unidad del fenómeno, tratando, en fin, de evitar que la contemplación de los árboles impida la visión del bosque.
Su análisis parte del cambio en la percepción de la realidad experimentada por el ser humano en el curso de los últimos cinco siglos, cifrado en la modificación sufrida en la relación entre los dos modos fundamentales de pensar que llamamos mythos y logos. Suele decirse que el mythos se orienta hacia una realidad eterna y ultraterrena en la que se supone reside el sentido profundo de lo que existe, inaprensible para la razón y sólo accesible a través de la experiencia mística, transmitida a través de la doctrina y actualizada mediante el ritual; en cambio, el logos es un modo de pensar racional, pragmático y científico, orientado a la realidad terrenal y temporal, dirigido al dominio y transformación de esa realidad. Desde luego, las relaciones entre mythos y logos nunca han sido pacíficas, tanto por la tendencia de aquel a limitar la expansión de este último, como por la permanente tentación que acomete al logos para invadir el campo del mythos, o, incluso, abolir su existencia pública en un mundo secularizado.
Según Armstrong, desde siempre ambos modos de afrontar la realidad se concibieron como complementarios, ocupando cada uno su propio campo de jurisdicción. Una tesis que, por cierto, no comparto: a mi entender, ese supuesto equilibrio entre mythos y logos que caracterizó a las sociedades tradicionales no es sino el resultado práctico de un efectivo dominio del mythos, que era el que definía los elementos fundamentales de la visión del mundo en cada cultura, y del que por tanto derivaban las formas jurídicas y políticas de organización social; el logos quedaba relegado a la resolución de problemas prácticos de segundo orden, meramente tolerado en tanto no transgrediese los límites de la visión esencial del mythos: un logos domesticado, encerrado dentro del marco previamente definido por el mythos, que establecía unas rígidas líneas rojas imposibles de traspasar. En cualquier caso, a partir del siglo XV ese orden se quiebra en Occidente, con la progresiva emancipación del logos, que poco a poco – a lomos de la revolución científica y las transformaciones políticas, económicas y sociales de la era industrial – desbordó las fronteras en que hasta entonces se había visto confinado, para erigirse en el elemento definidor, casi en exclusiva, de una cultura radicalmente nueva, basada en el racionalismo científico y político, que está en la base de la actual civilización occidental (no obstante lo cual, la visión mítica de la realidad se mantiene, y en gran medida sigue ejerciendo un papel relevante, y con frecuencia dominante, a través de las grandes ideologías modernas, que, en última instancia, no son otra cosa que mythos hábilmente disfrazados de logos; una estafa intelectual particularmente peligrosa, que en los último doscientos años ha tenido efectos letales en un Occidente supuestamente racional). El ensayo de Karen Armstrong se podría resumir como un rastreo del balanceo dialéctico entre ambas concepciones de la realidad a lo largo de los últimos cinco siglos, en Occidente (donde en buena medida se alojaba la Diáspora judía) y en el mundo musulmán, al que la agresiva emancipación del logos llegó del peor de los modos posibles: a través de la colonización, en sus diversas formas.
Es en el contexto de esta confrontación dialéctica entre mythos y logos donde Armstrong sitúa el nacimiento del fundamentalismo, un fenómeno radicalmente moderno, pese a su engañosa apariencia de ideología arcaizante. Cronológicamente, el fundamentalismo se inicia en la Norteamérica protestante de finales del XIX, donde el término fue acuñado por algunos religiosos para distinguirse de los liberales que, en su opinión, estaban apartándose de la verdadera fe. Como señala la autora, cada movimiento integrista “tiene su ley y su dinámica propias” pero, al mismo tiempo, existen semejanzas entre ellos. Entre esos elementos comunes se encuentra, por ejemplo, el hecho de que el fundamentalismo no se origina a partir de un supuesto choque de civilizaciones, sino como “una disputa interna entre los miembros de una misma sociedad” (algo explicable, en última instancia, por el hecho de que esa confrontación entre mythos y logos, aunque surgida en Occidente, se ha extendido a todas las culturas). Pero, sobre todo, en todos los casos advierte un origen común: “todos los movimientos integristas en el judaísmo, el cristianismo y el islamismo surgen, sin excepción, de un profundo temor a la aniquilación”. La experiencia histórica de ese temor es, obviamente, distinta en cada caso, como distinta es la intensidad de la respuesta fundamentalista, de algún modo proporcional a la agresividad con que la invasión del logos es percibida desde las formas de vida tradicionales, regidas por la visión mítica que sustentaba la tradición religiosa. Si en la Norteamérica protestante la agresión se materializó a partir de transformaciones sociales y culturales (desde la enseñanza de las teorías de Darwin en las escuelas hasta la revolución sexual) en el judaísmo y el islam la experiencia fue mucho más traumática y violenta. En el caso del judaísmo, el proceso de secularización y asimilación en la Diáspora entrañaba un evidente riesgo de disolución de la propia comunidad judía; posteriormente, el temor a la aniquilación desbordaría los límites de la mera emoción subjetiva para encarnarse objetivamente en esa “tenebrosa epifanía” que fue el Holocausto, y el propio sionismo – un movimiento laico en sus orígenes, cuyo auge, en gran medida, fue fruto de la persecución nazi, que elevó el proyecto de un Estado judío de mera opción ideológica al rango de cuestión de supervivencia – llegó a ser percibido por los rabinos más ortodoxos, en los primeros años del Estado de Israel, como un abominable programa para la profanación laica de Tierra Santa. Por lo que respecta al mundo musulmán, las frustradas tentativas autoritarias de modernización y occidentalización, tanto en Egipto como en Irán, culminaron siempre en el despotismo y la injusticia social: experiencias como las del egipcio Sayyid al – Qutb (un moderado miembro de la Sociedad de Hermanos Musulmanes al que los campos de concentración de Nasser convirtieron en iniciador del fundamentalismo sunní: no en vano, es considerado el precursor ideológico de Osama Ben Laden) o las mujeres iraníes a las que los soldados del Sha obligaban a despojarse del velo a golpe de bayoneta, ejemplifican hasta qué punto el fundamentalismo puede explicarse como una inflamación reactiva del mythos, frente a la percepción de una agresión potencialmente aniquiladora desde la cultura del logos.
Pero las semejanzas entre los fundamentalistas de las tres religiones de Abraham no se agotan en su origen como reacción frente a la experiencia violenta de la modernidad. También su dinámica y evolución posterior es semejante. En efecto, en una primera fase el movimiento fundamentalista tiende a replegarse sobre sí mismo, segregándose de la sociedad secularizada para, en una comunidad aparte – una yeshivot judía, una madrasa coránica o una universidad protestante – generar una contracultura basada en una visión mítica de la realidad, cuyo reflejo práctico se limita al ritual o las costumbres. En una segunda fase, sin embargo – cuando la percepción del riesgo de aniquilación se hace más acuciante – se produce un movimiento de contraataque: la visión mítica se transforma en un plan de acción práctica para la toma del poder, si es preciso, mediante el empleo de la violencia. Hasta la fecha, el azar histórico ha dado lugar al éxito de varios de estos movimientos ofensivos en el mundo musulmán – como la revolución islámica iraní o la toma del poder por los talibanes en Afganistán – y a un aumento de la influencia política de los integristas en el Estado de Israel y de la Christian Right en U.S.A.
Los atentados contra el World Trade Center y el Pentágono el 11 de septiembre de 2001 (con su sangrienta continuación en atentados posteriores, en una espiral que se prolonga hasta nuestros días) marcaron, probablemente, un salto cualitativo en la ofensiva integrista, posteriormente redoblado tras la invasión de Iraq. El relato de Karen Armstrong se interrumpe en 1999 (la edición inglesa data del año 2000). No obstante, la autora introdujo en la edición española un prefacio dedicado al 11-S. Este prefacio es, sin duda, uno de los pasajes más interesantes del libro. En breves líneas, traslada las conclusiones de su estudio a la violencia integrista de al-Qaeda, pero, precisamente como fruto de esta traslación, la autora cree detectar un elemento novedoso en este último movimiento. De una parte, el modo de vida de terroristas como Mohamed Atta (en particular, su afición al vodka y los clubes nocturnos) no encaja en el perfil de un fundamentalista al uso. En segundo lugar, la desmesurada violencia en estos atentados – pequeños apocalipsis a escala local – resulta, a su juicio, igualmente contradictoria con la visión religiosa de la realidad que debería guiar a estos fanáticos. Karen Armstrong llega a sugerir que tal vez nos hallemos en presencia de un fenómeno nuevo, un postfundamentalismo de raíces nihilistas, en que el mythos, en su descenso al mundo para combatir al logos, ha sido despojado de su complejidad espiritual en su caída en el tiempo histórico y su inmersión en la lucha por el poder, trivializado hasta quedar convertido en poco más que una vulgar ideología totalitaria (perfectamente homologable al nazismo), reducido a una pura teología del odio, perdido en el laberinto de un inmenso vacío donde el temor a la modernidad laica se une a la absoluta certeza de la imposibilidad de crear un reino de Dios en la tierra. Sin duda, en algún momento de ese obsesivo proceso espiritual en la búsqueda de Dios, el fundamentalista tropieza con la nada. Tal vez en un intervalo, sólo en parte lúcido, del delirio mesiánico, el integrista descubra que la salvación a la que ha consagrado su vida no es posible en ninguna de sus modalidades. No es extraño, entonces, que la única alternativa que vislumbre sea la de la pura destrucción. Una vez que el virus del nihilismo infecta al movimiento en su núcleo, es sólo cuestión de tiempo y de que se den determinadas circunstancias adversas en la atormentada meteorología social que aqueja a muchos países musulmanes para que el fundamentalismo se convierta en el banderín de enganche de minorías frustradas, violentas y desesperanzadas, en manos de élites criminales que encuentran en esa extraña ideología el instrumento perfecto para subyugar a masas sociales carentes de recursos institucionales o culturales con los que evitar la manipulación o la pura y simple dominación. Visto desde la actualidad, este análisis podría considerarse premonitorio de la evolución posterior experimentada por el islamismo, que ha traspasado los límites de la aberración en casos como el de Boko Haram o el Estado Islámico.
Cierro el libro de Karen Armstrong tras haber releído, por enésima vez, ese prefacio. Se me ocurre pensar que, en esa encarnación última del fundamentalismo como una forma extrema de terrorismo, lo que se transparenta no es algo para cuyo análisis haya que recurrir a la hermenéutica de exóticas citas del Corán, ni a tramposas divagaciones sobre el atraso medieval en que supuestamente quedó atrapada la cultura musulmana. Tal vez baste con releer atentamente a Dostoievsky o a Canetti para redescubrir a un demonio que se antoja demasiado familiar. Probablemente lo que se agita en las raíces del terrorismo islamista no sea muy diferente de la violenta pulsión que, no hace tantos años, arrastró a un país de pensadores y poetas, paradigma de potencia filosófica e industrial, bajo la bota de un demagogo de cervecería que predicaba el exterminio bajo una bandera adornada con un arcaico símbolo – la esvástica – cuyo origen, al parecer, se remonta a la tradición védica de la India.