De ciertos escritores se dice que poseen, o están poseídos, por el don de contar. Se quiere afirmar con ello que el escritor en cuestión tiene un talento especial para narrar historias, de un modo ágil, vivo y preciso, cautivando al lector hasta el punto de hacerle sentirse parte de los acontecimientos relatados. Suele citarse a Gabriel García Márquez como ejemplo sobresaliente de este don: Miguel Delibes llegó a declarar que, leyendo la narración del desastre marinero en Relato de un náufrago, se mareó. Según cuenta la leyenda, el don le habría sido transmitido a García Márquez por su abuela, en su niñez colombiana, mientras le contaba cuentos a la luz de la lumbre: una suerte de iniciación atávica a los misterios de la vida y la muerte, con un rescoldo de magia avivando el fuego del que brotaban las historias, entreveradas por la humareda de mitos ancestrales.
No sé si Paul Auster tuvo abuela de niño, ni si sus relaciones con ella incluían la narración de historias, aun cuando fuese a la luz de un tubo de neón fluorescente. Pero considero harto improbable que su habilidad para relatar – pues Auster es también uno de esos raros escritores poseídos por el don de contar – beba directamente en las aguas mágicas de los cuentos contados al anochecer, a la luz de la lumbre, con la supuesta intención de dormir a los niños y la oculta voluntad de revelarles oscuras verdades cuyos fantasmas agitarán sus sueños hasta que despierten, ya convertidos en adultos, para, frotándose los ojos, comprender que la pesadilla no ha hecho más que empezar. La sensación – acaso engañosa, quién sabe – que, en cambio, arroja la lectura de sus novelas es que el arte de contar historias llegó hasta él como el fruto de una abigarrada herencia en la que se dan cita las vanguardias artísticas del siglo XX, el cine de Hollywood y la novela negra norteamericana, entre otras evidentes influencias, para sufrir entonces una sutil metamorfosis reflexiva, cosmopolita, rabiosamente neoyorquina. El resultado es un escritor de culto, autor de una obra internacionalmente reconocida (sobre todo, sus dos exitosas novelas, Lulu on the bridge y La música del azar). Su novela La noche del oráculo[1], constituye un excelente ejemplo del talento narrativo de Auster: un talento curtido entre los cuentos contemporáneos de un mundo condenado a la ausencia de magia que, a golpe de leyendas urbanas, mitos cinematográficos e historias para no dormir, trata de recobrar el sentido de lo maravilloso, aunque éste se esconda en la oscuridad de un túnel del metro de Nueva York.
La noche del oráculo es, ante todo, la novela de un contador de historias, y contar historias es uno de los asuntos de que trata esta novela. Un relato principal – nueve días en la vida del escritor neoyorquino Sidney Orr, recién salido del hospital tras una larga enfermedad, entre el 18 y el 27 de septiembre de 1982, contados por él mismo veinte años después – enseguida se ramifica en la narración de varios relatos, en apariencia secundarios y sin lazos causales claros entre sí. La magia, por supuesto, desempeña un papel desencadenante en el acto de narrar. Pero se trata de una magia descolorida y neoyorquina, en cierto modo postmoderna, velada por una pátina difusa de aburrida cotidianidad y enigma irresuelto. En el curso de un paseo matinal por el barrio de Brooklyn, todavía convaleciente de su larga enfermedad, Sydney Orr descubre por azar una papelería con nombre comercial de cuento – “El Palacio de Papel” – regentada por un misterioso chino (todos los chinos son misteriosos, por definición) llamado Chang. Curioseando por la papelería del señor Chang, Sydney descubre un artículo que llama su atención: un cuaderno portugués, con tapas azules, del que se encapricha y compra. El cuaderno no parece un objeto inocente: como un fetiche, ejerce algún tipo de seducción sobre Sydney, incluso podría ser la causa de algún fenómeno aproximadamente paranormal. De vuelta a casa – donde su esposa Grace, ausente, le ha dejado una nota – Sidney comienza a escribir en el cuaderno una historia sugerida por una anécdota relatada en El halcón maltés de Dashiell Hammet: la historia de Flitcraft, “un hombre que abandona la vida que lleva y desaparece de pronto”.Una historia muy norteamericana, que en la versión de Sydney Orr es la historia de Nick Bowen, un editor neoyorquino a cuyas manos llega una enigmática novela de Sylvia Maxwell (“novelista famosa en los años veinte y treinta”) enviada por su joven nieta, Rosa Leighman, una joven que fascina a Bowen y a la que Orr atribuye el cuerpo de su mujer, Grace. Turbado por el recuerdo de su entrevista con Rosa Leighman, Bowen da un paseo nocturno en el que una gárgola, al desprenderse de un edificio, a punto está de matarlo. Impresionado por este hecho, que considera una revelación del destino – la de que le ha sido otorgada una vida nueva, diferente a la que hasta entonces ha vivido – Bowen emprende una huida al azar, tomando un vuelo a Kansas City. En el curso del viaje en avión Bowen lee el manuscrito de La noche del oráculo (escrito por Sylvia Maxwell, inventada a su vez por Sydney Orr, que ha sido creado por Paul Auster). No voy a revelar aquí el argumento de La noche del oráculo (la de la Maxwell, no la de Auster, ¿o son la misma novela?) como tampoco voy a contar la curiosa odisea de Nick Bowen en Kansas City. Es una lástima, porque el argumento de La noche del oráculo es, verdaderamente, de antología. Pero se supone que esto es una crítica literaria, y no un resumen narrativo, y, por otra parte, no se trata de destripar aquí los secretos de la novela de Auster.
En cualquier caso, Sydney Orr continúa escribiendo en el cuaderno azul y, claro es, continúa viviendo en el tiempo que no dedica a escribir, el tiempo en que transcurre el relato principal del libro, que no es otro que el de la relación de Sidney con su mujer – Grace – y con el escritor John Trause, que, a diferencia de Sidney, es un autor de éxito, rico y famoso, amigo de la familia de Grace, a la que conoce desde la infancia y a la que trata casi como a una ahijada (¿era Kierkeegard el que decía que Dios y el diablo sólo se diferencian en los matices?). Es evidente que entre los tres se da algún tipo de compleja relación triangular, que el lector intuye progresivamente pero no descubrirá hasta acercarse al final, o, mejor dicho, hasta el momento en que Sidney, que ignora la verdad, decide escribir una ficción cuyos protagonistas son ellos tres y que resulta ser diabólicamente verosímil. Entremedias, Sidney todavía tiene tiempo para escribir otras historias en el cuaderno azul: tras haberse cansado de la historia de Bowen – al que deja literalmente plantado en una apurada situación en Kansas City – garrapatea el borrador de un guión cinematográfico para una original versión de La máquina del tiempo, de H.G.Wells, a cuya trama se incorpora nada más y nada menos que el asesinato de Kennedy. A esa historia se añaden otras, que van jalonando el desarrollo de la novela, algunas de ellas procedentes no de Orr, sino de Trause: por ejemplo, un relato sentimental sobre el descubrimiento que un cuñado de Trause hace de un visor tridimensional, a través del que rescata olvidadas imágenes de sus familiares muertos, o una rebuscada trama de política – ficción titulada Imperio de huesos, obra primeriza de Trause cuyo argumento cede a Sidney para que éste escriba un guión cinematográfico que lo saque de sus apuros económicos. Nueve días dan para mucho, y Sidney Orr tendrá incluso la oportunidad de vivir una extraña aventura erótica en la dudosa compañía del señor Chang. De este modo, saltando de historia en historia, como en el juego de la oca, y con los acontecimientos yendo al galope tendido, como le gustaba a Pío Baroja, llegamos al final de la novela, donde el círculo narrativo se cierra violentamente en torno al triángulo Sidney – Grace – Trause, que, como todos los triángulos que se precien, abunda en aristas, vértices y ángulos oscuros.
La noche del oráculo es un ejemplo acabado de eficacia narrativa: con un lenguaje vivo y preciso, en el que se conciertan el ritmo y la transparencia, con una absoluta falta de complejos y una agilidad casi periodística, Auster nos cuenta un montón de historias entretenidas y plagadas de significados, entretejiendo relatos y encadenando peripecias aparentemente destejidas y desencadenadas, reunidas en un único libro por la sola virtud del don de contar de su autor. Habrá quien piense que el desafío intelectual planteado por una obra semejante estriba en descubrir – con la paciencia y los métodos de un infatigable detective – las relaciones ocultas entre esas diversas narraciones que se arraciman en torno a la historia de Sidney Orr. Ciertamente, si uno deja que los relatos de La noche del oráculo se rocen, superpongan y entrechoquen entre sí, siempre podrá experimentar el desprendimiento de insinuaciones acerca de cómo el azar, a golpe de carambola, acaba trazando el perfil del destino (o a la inversa, de cómo el destino, golpe a golpe, se disuelve en un inesperado azar); podrá intuir de qué manera es posible que los sueños nos permitan viajar a un futuro improbable pilotando una máquina que funciona con recuerdos, y vislumbrar – en el abrir y cerrar de ojos en que alguien cuenta un cuento y algo terrible sucede – de qué modo es la ficción la que inventa la realidad para que ésta pueda, al fin, imitar a aquella. Se podría, tal vez, escribir un libro sobre el arte de escribir libros que tratan de escritores que escriben libros sobre lo que algún día le sucederá a quien ose escribir un libro sobre un escritor envuelto en un largo etcétera de libros, premoniciones, escritores y acontecimientos. Pero, a decir verdad, ese tipo de especulaciones me rebasan, sin que sea capaz de encontrarles un sentido: ni a ellas ni, con demasiada frecuencia, al simple curso de los acontecimientos. Ante el estupor que esa constatación me acarrea, hace años que no conozco otro remedio mejor que correr a una librería (a ser posible, regentada por un chino misterioso) en busca de algún contador de historias que, como Paul Auster, me invite a leer, y asombrarme, y releer y volver a leer para luego de nuevo pararme, renovar mi asombro y, sintiendo cómo a mi espalda se desliza la sombra de algún escurridizo significado, continuar leyendo hasta perder la noción del tiempo o, en ocasiones, hasta quedarme dormido e – inevitablemente, una vez agotados los recursos que la duermevela de la ficción dispone sobre la vigilia de la realidad – atrapado en un sueño.
[1] Paul Auster. La noche del oráculo. Editorial Anagrama, 2004. Traducción de Benito Gómez Ibáñez.