Estaba cabreado. Un virus coronaba el cumpleaños de Paloma. Después del 11 de marzo de infausta memoria española, llega ahora el 12 que nos rebaja la moral y el ánimo hasta límites que en parte dependerán de si te contagias tú, me contagio yo, y líbranos Señor de que quienes se contagien sean otras personas, ellas, madre de 93 o vice de 88, o ellos, hermanos con salud tocada y todos los amigos con déficits orgánicos corporales que puedan acusar ese límite de gravedad como filo de una navaja que se clava en el costal de toda ilusión futura y esperanza vital. Me cago en el coronavirus bastardo, por no saber quién y qué lo disparó de esta manera, si fue azar, si unas manos pérfidas, perversas y ocultas, que si un error científico, si simplemente castigo de Dios, a pesar de que Spinoza niegue a Éste la voluntad. El caso de la causa está hoy postergado por la urgencia de ver luz al final de este túnel dramático que ha dejado ciega la sonrisa. Quisiera llorar, pero no tengo lágrimas, porque quizás haya secado mi fuente sentimental por razón de posturas convenientes en este tiempo que me ha tocado vivir, lleno de metas plásticas y sueños e ilusiones artificiales o robóticas, como el corazón de titanio que toca por venir. Estaba cabreado porque el coronavirus nos fastidió la fiesta días antes de tenerla, antes de saber que el corona sería una maldita plaga que si pasa no debiera dejar pasar la ocasión de recomponer nuestra fiesta, no la de Paloma sino la humana, la fiesta de celebrar cada día la vida sin pegarnos de hostias entre nosotros y dejando respirar a la naturaleza, divina naturaleza.
¿Cabreado?
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