Hoy comienzo una serie cronológica de recuerdos que será base del libro que quiero hacer sobre este experimento sociológico que en su día parí con la ilusión de un buen polvo. El buen polvo vino dado, claro está, por la venta de la anterior empresa que me mantenía, un negocio de seguros como corredor pero que por mucho fondo que tuviera me tenía desfondada la ilusión. Llegó el clásico consultor, o intermediario de compraventa de negocios como el mío, un día cualquiera a mi puerta pidiendo hablar para hacerme una oferta irrechazable. Me querían comprar el negocio y la cifra manejada por mi a bote pronto no parecía ser ningún obstáculo, así que p’alante; después las cifras fueron otras, menores, porque estos que viven de estas cosas saben bien como enseñarte la zanahoria para que vayas tras ella y después llega lo que llega, pero no había marcha atrás porque cuando uno se hace la idea de dejar un campo netamente de negocio como es el campo del seguro y se imagina en otro campo más apropiado a sus inquietudes, la cifra puede ser corregida a la baja que ya no impide la decisión. Bueno, esta pequeña digresión para contextualizar el comienzo de elcercano ya acaba aquí porque si no estaría escribiendo ya el libro y no se trata de aburrir con estas crónicas sino de contar algunas cosas que destaco de lo que pasó por elcercano.
Aún sin contar con el piso donde me iba a quedar para montar elcercano, tuve que aguantar con los que me compraron dos años de transición compartiendo espacio, pude hacer, eso sí, y contando con el permiso de los que seguían con el negocio asegurador para transformar durante un día toda la oficina, la primera actuación. Consistió en una muestra de formas geométricas clavadas en la pared por un artista ourensano, entonces buen amigo, L.V., que durante meses elaboramos juntos en mi despacho, si bien los mayores ratos no eran de creación artística sino de conversación y risas como corresponde al encuentro de dos amigos. Pero las risas y los cafés no impidieron que no se hicieran todas aquellas formas que en una pared de la habitación estaban perfectamente colocados según la estética del autor, y en otra pared aneja pero separada por una columna que las dividía en dos se encontraban fijadas únicamente los fondos de papel de paquetería sobre los que cada cual clavaría las distintas formas de diversos colores que quisiera para conformar distintos cuadros. No sólo se clavaron las cartulinas geométricas preparadas para tal efecto sino también hubo cigarros, letras, condones, etc. Pero había algo más que plástica porque la ocasión se pintó calva para que otro amigo, menos amigo pero al menos con una buena relación, interviniese declamando sus versos, que los tiraba al suelo dentro del folio donde los había recogido, en una mimética escena oroziana, pues no en vano Jaime Noguerol fue algo así como el monaguillo de Carlos Oroza cuando éste declamaba en los cafés de Madrid, tal cual nos cuenta el mismo Umbral en cierta novela de las irrupciones del poeta en el café Gijón. Al tiempo, la cosa estaba montada para que un saxofonista brasileño callejero, del que no recuerdo ahora su nombre pero que había contratado para ese día después de proponérselo en la misma calle, tocase al final del recital desde la estancia más alejada y donde estaba un pequeño lunch para atraer con su música cual Hamelin de la actuación festiva. El problema estuvo en que Jaime había hablado con él sin decírmelo a mí y cuando acabó su recital tiró el último papel al suelo con el último verso a toda voz que decía “y que suene la música”, esperando que en ese momento Rodrigo (ya recordé su nombre) comenzase a tocar, nada sonó porque Rodrigo había seguido mi consigna de tocar en otra estancia. Este malentendido hizo que Jaime se enfadara y se fuera de inmediato. No había culpable pero así lo pareció, este servidor.
El caso es que este incidente solo vale para contarlo porque la fiesta se celebró y la gente participó cubriendo la segunda pared de collages que quedaron durante más de un año. Hasta la siguiente.