Me levanto, hago mis abluciones, preparo mi café y escribo.
El idioma en mis manos es estéticamente dúctil y noble, socialmente eficaz, intelectualmente eso opuesto a raquítico, industriosamente elegante. Llegó ya el invierno. No así en mi vida de escritor.
No escribo libros para recién casados ni para tenderos populistas lerdos. La literatura, si ha de ser buena, debe basarse en la inteligencia. Me siento como pez en el agua redondeando frases con arquitectura florentina. Soy el típico escritor con cultura de alta escuela. El entramado que mantiene en pie el «panache»de la frase de muchos de mis colegas consiste indefectiblemente en una impostación colocada sobre un fondo de chabacanería. Yo soy duro, voluptuoso y triste. Casi todos los libros que se hacen en España son obra de aldeanos. Los míos, «maisons closes» bien organizadas. Yo geometrizo. Línea fuerte, robusta, romana.
Mis libros son difíciles porque llevo a la percepción de que nosotros somos solo palabras. Corro al sepulcro. Nadie me lee. Solo me mira el rostro mi propio espejo. Pero con magia omnipotente convierto el mar en jabón, y la triste fabla del periodismo en arte. Convierto hospitales en parque de columpios. Quedaré.