Se le viene a la memoria una frase de Alvite, ese señor que enredaba genialidades a chorros en sus artículos y aunque no puede repetirla con exactitud, aproxima algo bastante similar: Las mujeres con clase no mueren, pasan de moda. Lo piensa ahora, sentado en un banco del parque y contemplando a una mujer hermosa, con aspecto de ausencia o de desencanto, que tiene en una mano un libro cuyo título el hombre trata de desentrañar. El agua canta en la pila de la fuente con esa melancolía romanticona y un tanto cursi que imposta el otoño y que parece emanar de una rima de Bécquer o de una estrofa de Juan Ramón Jiménez. La tierra del parque se alfombra con el topicazo de las hojas otoñales pero qué le va a hacer uno si esa estación se parece a algunos cuadros impresionistas que el hombre contempló despaciosamente en el Jeu de Paume, hace ya tantos años que apenas recuerda la geografía de París por la que vuelve a viajar cuando la nostalgia, como ahora, es más profunda y comparte la soledad de un parque con una bella mujer que mantiene en la mano izquierda un cigarrillo y en la derecha un libro cuyo título, por más que él mire tratando de descubrirlo, no alcanza a leer. La verdad es que, siguiendo la frase de Alvite, todo parece pasado de moda: esa estampa otoñal, los columpios de la zona infantil que se balancean sin que nadie los ocupe, las palomas que picotean el suelo, la desconocida que fuma y lee ajena a lo que sucede a su alrededor, como si fuese una fotografía de unas décadas atrás. Se decide entonces a actuar: nada le interesa de aquella mujer pero quiere saber qué libro está leyendo. Extrae un cigarrillo, se acerca a ella para pedirle fuego pero cuando está casi a su lado, ella abate el libro abierto contra sus muslos y lo mira. La mujer atiende a su solicitud, le entrega el mechero al desconocido y cuando él da las gracias y se aleja, ella vuelve a su ocupación, como si el intervalo hubiese sido una pausa incómoda, la intromisión de un desocupado que seguramente se acercó con intenciones no del todo claras pero, de repente, como movida por algo que no entiende, fija sus ojos en la espalda de ese hombre que recorre los metros que lo separan del banco, se sienta y fuma con las manos metidas en los bolsillos de una chaqueta burda y seguramente vieja, como si hubiese soportado más otoños de los que debería soportar. El débil sol de noviembre permanece en la hierba de los parterres como la muda de una culebra, frágil e inútil. Él siente que la mirada de la mujer lo estudia acaso con cierta desconfianza, como si barruntase una estrategia perversa en el acto de acercársele y pedirle fuego o porque hubiese descubierto que el hombre lleva un mechero en el bolsillo, un bic de esos minúsculos y, en el piso, nada más llegar, encenderá una barra de incienso cuyo aroma lo acompaña antes de sentarse frente a la televisión, conectar el aparato de música, leer el periódico o abrir un libro, que son las cuatro ocupaciones que le suministran el consuelo contra la soledad que a veces le resulta intolerable, como un dolor antiguo y persistente. Las mujeres con clase no mueren, solo pasan de moda, se repite él en voz baja. Se entretiene buscándole a la mujer un nombre que le cuadre pero ninguno le parece el adecuado. Recita los de sus familiares, los de sus amigas, los de actrices, los de cantantes. Ahora ella se levanta, se ajusta al cuerpo una gabardina ligera, como esas en las que iban envueltas las mujeres de las películas francesas de los años sesenta del siglo pasado, se sube las solapas y camina muy lentamente hacia las escaleras, con una elasticidad y una parsimonia que semejan estudiadas, como si hubiese actuado a las órdenes de un director del cine que susurrase en alguna esquina del parque “grabamos, acción”. Él resiste la tentación de seguirla, de indagar hacia adonde se dirige o dónde vive, si va al encuentro de alguna amiga, de algún amante o de un marido (desecha esta segunda posibilidad), si va a entrar en una tienda o en un café o a dar un paseo. Esperaba (así de necio es el otoño, tan propicio para los malos poemas de amor) que permaneciera en el aire un perfume, el perfume de las mujeres que pasan de moda pero no mueren nunca, como heroínas de una novela de Nabokov o de Proust. Es entonces cuando gira el cuello y advierte la presencia del libro en el banco que hasta unos minutos antes ocupaba la mujer y vence el compromiso de recogerlo y salir detrás de ella para entregárselo porque, repentinamente, intuye que la desconocida ha dejado el libro ahí deliberadamente, que no es un olvido sino un gesto, un gesto de complicidad, de camaradería, invitándolo a él a ser el propietario del volumen y leerlo, de forma que compartan algo, ese frágil hilo que es lo único que van a compartir el resto de sus vidas anodinas y secretas. Se aproxima al banco y ve la portada: una hoja otoñal, dorada, caída al pie de un árbol. No aparece el título, ni el autor, ni la editorial. Coge el libro y lo abre; descubre, estupefacto, todas las páginas en blanco excepto una hacia el final que contiene una sola frase manuscrita con letra impecable, de antiguo escolar aplicado: Las mujeres elegantes no envejecen, pasan de moda (aunque la frase bien pudiera enunciarse al revés: Las mujeres elegantes envejecen, no pasan de moda y que José Luis Alvite me perdone). Guarda el libro en uno de aquellos bolsillos que ya han dado de sí porque durante demasiados años transportaron mercancías dispares y manos aburridas y camina con lentitud en dirección contraria a la que siguió la desconocida. Sabe que hay sueños que no deben cumplirse nunca porque de cumplirse, se pudren.
I.m. José Luis Alvite