Se quejaba categóricamente una de las reinas de Alicia a través del espejo: para qué demonios sirve una memoria que solo funciona marcha atrás. Lo cierto es que los personajes de Lewis Carroll, insertos en el disparatado mundo de las maravillas o detrás del espejo, nos dan continuas lecciones de cordura y de originalidad. De lo aparentemente absurdo uno puede extraer enjundiosas lecciones, como sucede con los dos protagonistas del Quijote. Para el ejercicio completo de esa facultad, que ayuda a vivir y a escribir, casi resulta indispensable que la memoria dispusiese de otras muchas marchas y que fuese capaz de engullir los acontecimientos futuros, una suerte de prognosis que nos haría ver el mundo de distinta forma, acaso de una manera mucho más completa y más sabia porque dispondríamos de la indispensable perspectiva para analizar las consecuencias que en el porvenir depararían nuestros actos más inocuos, más inocentes, ya saben, el aleteo de la mariposa en Michoacán y el vendaval que eso provoca en China, una hipérbole ni siquiera poética: si se sustituye la mariposa por un grajo y China por Bertamiráns, la frase pierde efectividad. (Eso decía Nabokov a sus alumnos cuando hablaba de una novela de Malraux en la que éste insertaba un giro similar a “soplaba el gran viento de la China”, una construcción que por su exotismo funcionaba en la imaginación lectora. Para rebajar la categoría de dicho enunciado y darle su estricto valor literario, Nabokov proponía a sus alumnos que reemplazaran ese país remoto, China, por este otro más cercano, Bélgica, y verían que la locución era absolutamente inane: “soplaba el gran viento de Bélgica” no exacerba a nadie salvo a depravados y eso si son naturales de Bélgica). Si esta posibilidad nos parece inalcanzable, la de la memoria que funciona hacia delante, resulta más común disponer de una nostalgia que sí opera en ambas direcciones, para delante y para atrás, lo que haría feliz a la reina de Alicia y seguramente no la sorprendería a ella ni al autor de esos dos memorables relatos que son Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo. Si uno se pone un tanto melancólico cualquier tarde otoñal, por ejemplo, mientras pasea o escucha música o bebe unos vinos o lee un libro o ve caer la lluvia o conversa con alguien, no resulta insólito que eche de menos las cosas que no podrá hacer en el futuro por falta de tiempo o de dinero o de entusiasmo porque la vida se ciñe a una brevedad relampagueante que nos veda la posibilidad de abarcar todo aquello de lo que nos gustaría disfrutar, desde conocer ciudades o países a los que no viajaremos nunca hasta leer libros que nos esperan en una balda de la biblioteca y que sabemos que nunca vamos a abrir o entrever un porvenir más tranquilo que el actual presente si es que el mundo no camina desquiciado hacia las apocalípticas predicciones de Stephen Hawking que desde hace años se disfraza de Águila de Patmos y perpetra, probablemente con razón y fundamento, futuros que hacen temblar al más engallado. Esa nostalgia que se adentra en el mañana no es insólita y suele desembocar en la melancolía: la memoria que funciona hacia delante y la nostalgia de un porvenir desconocido acostumbran a dar muy buenos resultados en la ciencia ficción y en la poesía, por ejemplo. A veces incluso en la política. Pero, ya que de nostalgia se habla, hay que rendir los honores pertinentes al inventor de esa palabra; el feliz hallazgo del neologismo, según cuenta Alberto Manguel en su excelente Diario de lecturas, tiene una fecha precisa, el 22 de junio de 1688, y un protagonista, Johanes Hofer, un estudiante de medicina alsaciano que en su tesis Dissertatio medica de nostalgia, combinó la palabra nostos (retorno) con la palabra algos (dolor) para describir la enfermedad que padecían los soldados suizos obligados a vivir lejos de sus montañas. En Suiza, pues, también se puede tener nostalgia además de cuentas corrientes. En algunos poemas de Borges aparece esa nostalgia orientada hacia el mañana y en la que sueña o prevé su muerte y su entierro en Ginebra (una de sus patrias, dice el argentino). Ése es el origen de la palabra nostalgia y Johanes Hofer debería ser honrado públicamente por haber hallado un neologismo tan hermoso, tan perfecto: que el nombre de una persona vaya unida indefectiblemente a una palabra contundente y leve a la vez, alada y onerosa simultáneamente, triste y feliz al unísono, es el mejor epitafio que puede acompañar a cualquiera en la muerte, de la que únicamente algunos desesperados y unos cuantos creyentes tienen nostalgia: Johanes Hofer, inventor de la nostalgia (porque nada existe mientras no se nombra). Así que uno está de acuerdo con el personaje de Alicia: no solo la memoria debería funcionar hacia delante, tal como funciona hacia atrás, sino que también la nostalgia tendría que ser esa facultad que nos permite un rasgo de melancolía previa hacia un porvenir en el que no seremos capaces de leer aquel libro escrito en un idioma que no aprenderemos nunca y que jamás será traducido a nuestra lengua.