A mi camarero (perdonen la apropiación indebida) acaban de tocarle unas docenas de miles de euros en alguno de los múltiples juegos de este país convertido en casino con crupiers que se saben todos los trucos del mundo para despojar a los clientes hasta de las muelas postizas. El camarero ni ha hecho alarde de la buena suerte (“el azar es así de puto, mira tú”, comenta, “me detectan un cáncer y a los tres meses me forra la piel de billetes. Aunque preferiría no tener lo primero a costa de seguir siendo pobre”) ni se ha escondido como otros afortunados de quienes nunca se sabe el nombre ni el aspecto. Es curioso: a los hijos de puta uno los detecta mirándolos a la cara pero a los ricos es difícil descubrirlos porque con frecuencia los que hacen alardes de coches de marca, rolex ostentosos, horteras cristos de Dalí en el pecho peludo y demás boato, suelen ser unos desgraciaos que se mueren de hambre y ni tienen una porción de pizza que llevarse a la boca de noche, cuando se despojan de los atavíos. Hay millonarios astrosos como hay mendigos de pasarela. Alguien le comenta que ahora podrá seguir un tratamiento adecuado en una clínica privada de España o incluso del extranjero y él repone que no piensa malgastar el dinero, que será para sus nietos, en prolongar su vida un minuto más de lo que el destino le tenga establecido. Algo similar pero con más alambicamiento manifestó Camilo José Cela en el discurso de recepción del Nobel hace ya una eternidad. Uno escucha cosas así y no sabe si admirarse o compadecerse. Pero algún capricho te darás, hombre, insiste el cliente que bebe despacio el café. Y el camarero vuelve a ponerse estoico o fatalista: tiene todo lo que desea menos salud. Mira, dice extendiendo las manos sobre la barra con las palmas hacia abajo, ni un temblor todavía así que de momento permaneceré aquí porque me gusta hablar con la gente, escuchar sus historias que después yo cuento a otros y alguno hay que se sirve de ellas para escribir artículos o cuentos, añade guiñándome un ojo. Aunque mantiene el sueño, que acaso no vea cumplido si la enfermedad avanza demasiado deprisa (¿y qué enfermedad no avanza demasiado deprisa?), de rehabilitar la casa familiar del pueblo, allá por Castrelo de Miño, retirarse a ella y contemplar cómo cambia el color del agua del embalse según avanza o se repliega el sol. Dice estar seguro de que debajo de las aguas todavía siguen vivas las memorias subacuáticas de quienes mantuvieron hasta el final la esperanza de que no iban a ser desalojados de los hogares en los que vivieron durante decenios y decenios. Muchos de mis familiares, dicen, están allí, reposando en el cementerio anegado. Y cuando me toque a mí diñarla, me gustaría que me arrojasen al embalse; tengo la seguridad de que bajo las aguas encontraré a mi abuelo liando un cigarrillo, a mi abuela faenando en la bodega, a mi padre regando la huerta y a mi madre afanándose en la cocina. Le hablo de Pedro Páramo de Rulfo pero dice no conocer el libro. La lectura, añade, es un lujo que nunca pude permitirme y la verdad es que tampoco la echo de menos. Uno no es mejor ni peor por leer unos centenares de libros. Sin embargo, de las palabras que con frecuencia le escucho proferir detrás de la barra, infiero que mi camarero es un hombre culto, de una sabiduría que nace del trato con la gente, es decir, de observar, escuchar y extraer conclusiones: y esas tres cosas no suelen ser comunes entre los humanos, que ni observamos (ahora grabamos en los teléfonos móviles), ni escuchamos con atención o interés a quien nos habla (dejamos con la palabra en la boca al que charla para atender un whatsapp) ni extraemos conclusiones de lo que previamente observamos y escuchamos. El camarero, a veces, da la espalda a los clientes y se mira atentamente las manos como si en los dorsos estuviera escrita la fecha de su muerte. Después vuelve a su faena, sonriente, soñando probablemente con la casa que piensa rehabilitar para sentarse en el porche y ver asomar desde el fondo del embalse los rostros de aquellos que un día formaron parte de su vida, esa vida que se le derrama poco a poco a través de los ojos que en ocasiones se le humedecen sin motivo aparente, acaso pensando en el próximo reencuentro bajo las aguas con los familiares ya muertos.