Las palabras ya escritas: tormenta de verano: las gaviotas que dejaron las playas del oeste y se acercan al pudridero de la ciudad en busca de cielos imposibles. Los graznidos se cuajan de torvas profecías erradas, profecías oscuras que anidan en las páginas de tratados ornitológicos y en versículos del Nuevo Testamento. Profecías ociosas que no se cumplen nunca, que, como la tormenta, estaban ya escritas en los ojos que a diario te miran en las calles invadidas. Sangra la ciudad un caudal de lluvias desde el fondo de una herida que nadie le ha infligido y que nunca va a cerrarse. Mañana tendrás el recuerdo de una cicatriz que te hace humano. Y siempre, una vez más, las palabras ya escritas por los otros y que no te pertenecen. Acógete a cualquier memoria que no sea la memoria de tu ayer. Busca la memoria de lo que te deparará el futuro si el futuro es algo más que ese paso peatonal que ahora atraviesas dejando atrás los barrios concurridos y los accidentes habituales de todos los días que recoges como si fuesen excrementos de perro en una acera o la ceniza del cigarro que fumas mientras miras el chirlazo del río que parte en dos la ciudad que ahora recibe la lluvia de este mes que está muriendo. La lluvia en la superficie del río: he ahí el regalo que los dioses te otorgan ahora que dejaste de creer en los dioses. Nombra esa geografía en la que contra tu voluntad fuiste depositado igual que en el cubo de la basura se arrojan los desperdicios del día. Di en voz alta el nombre del río y sus afluentes similares a arterias enfermas, los nombres de los montes, de los pueblos, de las aldeas. Recita el santoral que tutela cada una de las vidas que se emboscan en las hornacinas de los altares. Reza el responso condigno y tal vez se produzca el milagro de borrarte para siempre de ese mapa adverso. No esperes nada de la divinidad. Si aún la tienes, arraiga la esperanza en la humilde taberna del camino, conversa con las gentes cuyos nombres ignoras, escucha el canto del vencejo y del mirlo, desprecia la hospitalidad del samaritano, no vuelvas la vista atrás porque lo que dejas es la ceniza de un tiempo que no merece ser recordado. La nostalgia es la sombra del cerezo en las antiguas tardes de la infancia que se pudrieron en las aguas estancadas de la más triste de las memorias, que es la tuya. Cuarenta y tres grados al sol. Ourense.
IV.-Valdeorras Compón, pues, la tétrica imagen del peregrino (entiende lo de tétrica como un juego imbécil): desterrado de tu patria o en voluntario exilio (esas palabras: destierro, exilio) empieza a caminar sin saber a dónde te diriges porque al final de la jornada te hallarás de nuevo en el punto de partida. No te desanimes por ello. Cuando amanezca, carga con lo que resulta indispensable (ya sabes que en la vida casi todo es superfluo) y echa de nuevo a andar, siguiendo tal vez las huellas que dejaron tus zapatos el día anterior. (No nombraremos a Sísifo). Pasarás por los mismos lugares, reconocerás los caminos y las montañas y a los pastores que cuidaban a las ovejas del hurto y del lobo. Te resultará familiar el rostro del anciano que fumaba en la puerta de una casa y la sombra de la nube en el prado. Pese a esos infundios (trampantojos) sigue adelante con tu proyecto que de nuevo concluirá en el kilómetro cero de tu existencia. Que no te enoje ni te aburra esa vocación de tiovivo, ese perpetuo dar vueltas al eje de la carpa. Continúa caminando hasta que se agote el camino. Suena la musiquilla infernal mientras los chavales compran sus boletos. Observas desde el balcón la tormenta entre los geranios mustios, la albahaca y esa planta permanentemente florida. Observas: la lluvia estrepitosa, los relámpagos, la gente que se ampara bajo los aleros, los coches que circulan con una lentitud desacostumbrada. Escucha los truenos repetidos y la ausencia de aves en un cielo tomado por el color de la pizarra que, de inmediato, te transporta a una infancia remota de tejas oscuras y vides encalmadas. Ahí, una vez, un tiempo muy lejano, fuiste el rey defenestrado de una niñez por la que no sientes nostalgia alguna. El río Sil que bajaba muy despacio, un río gris, mortuorio y siempre esquivo. El pez que sacaba el pescador era un trozo podrido de tu infancia. El gato ronroneaba en la huerta y alguna tarde de hastío cogiste gorriones que agonizaban en trampas insidiosas: en una de ellas permanece el infeliz chiquillo que fuiste entonces. Los regatos de la lluvia ceden hacia las zonas bajas de la ciudad y esperas que un arca navegue hasta los límites del mundo. ¿Qué animal o ser humano merece la salvación del arca toscamente construida tras días de sudor y noches de insomnio? ¿Mereces tú un lugar en ese monstruo? El aguacero asuela tu ciudad maldita pero no aguardes que una simple tormenta arrase el infierno cotidiano. Sería necesaria una epidemia para empezar de nuevo pero ¿qué habría que empezar, qué vana esperanza sustentaría el trabajo de poner los cimientos a otro mundo? El arca discurre con parsimonia: lo adivinas: nadie va dentro. Es un arca vacía como un barco poblado de esqueletos. Verano. Ourense. Cuarenta y nueve grados al sol Ourense. Esperamos el Dante que inmortalice este infierno. Ourense. Por mí se va hasta la ciudad doliente, / por mí se va al eterno sufrimiento, / por mí se va a la gente condenada.