Habla con las estatuas (Otero, Risco, Blanco Amor, Castelao), atraviesa los puentes (Romano, Nuevo, Milenio), recorre los parques (San Lázaro, Miño, Posío, Alameda, Mercedes), peregrina por las plazas (Saco y Arce, San Marcial, Trigo, Magdalena, Trinidad, Sal) y las calles (Pena Vixía, Corredoira, Zapateiros, Obra, Libertad, Pelouriño), evita las indeseadas presencias que te aturden, sus voces estruendosas, sus apretones de manos, sus sonrisas harbadas, los abrazos que establecen el punto exacto de tu espalda en el que vas a ser apuñalado, ese mismo punto en el que se agolpa el sudor del estío. No otro es el motivo de sus gestos. La diana está entre tus omóplatos. Huye. Las indefensas estatuas permanecerán contigo cuando los demás te busquen. Estás a tiempo: huye. Maldita sea la ciudad ingrata que acogió tus pasos, maldita la patria que te fue creando a su antojo. Malditos los monumentos que la pueblan. Malditos sean. Maldito este infierno de 35 grados bochornosos. Porque los ciegos previeron el futuro y los mancos escribieron su historia y los sordos pusieron la música de los himnos y los mentirosos ocuparon púlpitos y escaños, ¿qué porvenir se puede esperar de esa corte valleinclanesca, hacia qué playa aproar las naves que hacen aguas en los costados y atisban el próximo naufragio? No amaina el temporal desde remotos siglos. Gobernados por los alisios escuchamos los cantos de las sirenas traidoras, buscamos la ruta de las estrellas en pantallas de plasma y los astros giran enloquecidos en una partida de billar jugada por un grupo de locos ambiciosos. La patria y la bandera, sus inútiles historias mil veces repetidas, sus escandaloso eco, sus sangres derramadas que reclaman más sangre. ¿Y la cordura? Es esa vieja desdentada que pide limosna en la puerta de la catedral mientras caminas a través de los puentes. Ni toda la riqueza del mundo mejoraría su mala fortuna. Por el costado de Cristo mana la exactitud de nuestro desconsuelo: el soldado atravesó el costillar divino: nunca va a cauterizar esa llaga de la que vas bebiendo día a día. Extraño como te sientes en tierra extraña serás el peregrino más longevo, el que arrastrará la maldición de una raza nacida para un futuro que no existe. No vuelvas la vista atrás: lo que dejas tras de ti es un páramo infecundo, los infelices restos de una juventud ya extinta y por la que no sientes nostalgia. Extranjero en una patria hostil, de nada te sirven los documentos que acrediten tu nacionalidad porque el polvo de la muerte borró las fronteras. Nada quedó detrás que merezca la pena de ser recuperado. La sombra del árbol de tu infancia se aburre en las tardes inclementes de agosto. La huerta de aquellos años es un erial plagado de raíces venenosas. Las hornacinas se vaciaron de los santos infantiles y los responsos a instancias milagreras suenan como las canciones de una orquesta de verano que repite insistentemente un éxito estival. Te ofende ese estribillo ramplón que arrastra al baile a los borrachos engreídos, a las mujeres solitarias y a los hombres menos tiernos. Extráñate, destiérrate, bórrate para siempre de esa verbena en la que solo danzan parejas monstruosas y esqueletos. El trombón desafina en re menor. Treinta y ocho grados a la sombra. Ourense.