I.-Montealegre Qué hacer con estas horas que uno tiene por delante y que se irán hacia donde las que las precedían se quedaron furtivas, ineficaces, sordas como muertos de guerra. Puedes abrir un libro o poner la música que nunca tienes tiempo de escuchar, consultar el correo y responder a los insustanciales ecos de las voces de aquellos por quienes ya no sientes sino una nostalgia febril y descosida. Los ritos de los días se suceden como aves asfixiadas que se duermen en el vuelo. Enciende un cigarrillo y apágalo antes de que columbres el humo de la muerte al llevarlo a los labios. La noche está tensando los músculos en los cables de la luz y en ellos las horas se aquietan como torpes palomas. Abre la puerta de casa y sal sin saber a dónde aunque haya diez mil grados esperándote: lo que puede salvarte siempre está ahí fuera. El café. El dionisíaco hastío (palabras ajenas) del brebaje que se derrama desde lo profundo hasta las páginas del diario que cita los nombres de siempre o a las personas de siempre con los nombres cambiados. Bien pudiera aparecer el fantasma de Kennedy, el de Adenauer, el de De Gaulle, el de Carrero o Torquemada o Moctezuma porque nada ha cambiado salvo la herrumbre de un disparo alzado al cielo del olvido. Ese café te salva. Los Papas se repiten incesantes como murciélagos colgados boca abajo en las catacumbas vaticanas. Iniesta golpea un balón en la sección de deportes y quien remata de cabeza es Zarra. Del rojo al blanco y negro como un fusilamiento: se fusila en grisalla pero brota la sangre que es siempre roja. El humo del cigarrillo rompe la tregua de la mañana y perturba el taconeo del vecino que saca a pasear al perro de todos los días. Aletean las horas cansinas en los parques como pájaros que despertaran de un sueño. Ningún titular merece la pena. Cierra el periódico, escucha el roce de sus páginas. Un rey desconocido te observa desde una foto y desvías la mirada. Nada te turba. Carlos I es ahora un turbio licor que a nadie tienta. Giacomo Casanova (dice Colinas) hace sonar el laúd en Alemania. Arranca el motor de un coche y solo te amenaza el deseo de ir al baño repentino. La tira de papel repta en el suelo con inciertos presagios. Nada te tienta. Tienes ante ti todas las posibilidades del aburrimiento y te asomas al balcón para ver pasar la fanfarria del día, los ruidos habituales de todas las jornadas, inhabitables vehículos, sirenas, gente que pasea sus canes como quien luce su dolor desconsideradamente. Recogen la mierda en bolsas de plástico como trofeos inmundos. A lo lejos divisas un brazo de la cruz del Montealegre. Siempre tuviste para ti que el monumento simbólico de este Ourense es la cruz del Montealegre, más que As Burgas reconvertidas en piscina pública, el Cristo al que le crece el pelo como a Mario Vaquerizo o el Puente Romano al que le medran los yerbajos como legañas en sus ojos dormidos. Aquella cruz legendaria que remitía en tu infancia a asuntos de desamor, a adversidades de la guerra o al bandolerismo de tebeo, es apenas visible hoy en día: estimulaba la imaginación y la fantasía, que eran los juguetes habituales de una ciudad en blanco y negro. Desde lo alto, se veía la ciudad como un rebaño de ovejas dormidas en un valle. Nunca indagaste en el origen del monumento: pero recuerdas que se divisaba desde cualquier punto de la ciudad y en su humilde situación, en su diseño escueto, era mucho más decente que la monstruosidad de Cuelgamuros. La cruz del Valle de los Caídos solo se le puede ocurrir a una mente megalómana y diabólica aunque acuñase monedas inventándose que era caudillo de España por la gracia de Dios, ese Dios al que se llegaba a través del Imperio, como es bien sabido. Así son los caminos del Señor: inescrutables. Hoy es casi imposible ver la cruz del Montealegre merced a los edificios que fueron trepando por la ladera como lagartijas por los muros y sumiendo la ciudad en un gris desconsolado. La cruz del Montealegre, la sombra protectora de la cruz. En el bar de la esquina te sirven lo de siempre y lo de siempre sabe como cada día, al conocido regusto de lo que caduca en la lengua. Huele el mundo a ese cruasán artero que se desmigaja como un árbol otoñal. Aún no es la hora pero ignoras para qué aún no es la hora. Desde el cielo gris una leve llovizna te lava la mala conciencia y el amargo sabor de una mañana que no reclamaste. 30 grados al sol. Ourense.