Para Xan Arias
En un esclarecedor artículo publicado en un periódico el 2 de octubre de 1988, Xan Arias, el actual director de la editorial Trifolium, detallaba minuciosamente la muerte de Gaudí, atropellado por un tranvía en Barcelona un lunes 7 de junio de 1926. El articulista señala: “De pronto, don Antonio advirtió el peligro y súbitamente, en un acto reflejo, se echó para atrás para eludirlo, pero el otro tranvía, que circulaba en sentido opuesto (…) se le echó encima y lo golpeó y arrolló contra la columna metálica del tendido eléctrico”. Abunda en más detalles: los transeúntes que se desentendieron de la víctima, las matrículas de los coches que desistieron de transportar al herido y, precisa, “fue entonces cuando un joven guardia civil de paisano, Ramón Pérez Vázquez, logró meter al malherido Gaudí en un vehículo que lo trasladó a la casa de socorro”, donde el arquitecto, dado su desaliño habitual, fue considerado “un pobre indigente” e ingresado bajo las siglas “E. em.”, que significaban que el austero Gaudí había sido recogido en estado de embriaguez, consideración, cuando menos, perfunctoria. Xan Arias se detiene en la figura del guardia civil que le prestó ayuda a Antonio Gaudí, un gallego de Póboa do Caramiñal, y nos suministra datos propios de una ficha policial, una sesión de autopsia o prolegómeno de un combate de boxeo: 1.68 de estatura, 87 de perímetro torácico y 64 kilos de peso. Sigo literalmente el enjundioso artículo: “Por los servicios prestados en auxilio de Gaudí, el director general del Cuerpo le concedió 25 días de permiso, que se apresuró a disfrutar en Padrón y Santiago”. Xan Arias finaliza el texto de esta manera: “Ramón Pérez Vázquez, guardia civil, amante de los libros y fiel republicano, aquel que auxilió a Gaudí la tarde del 7 de junio de 1926, moriría meses después, [a causa de una tuberculosis que el autor citó anteriormente en el artículo] el 30 de marzo de 1937”. El texto de Xan Arias es un impecable ejercicio periodístico de investigación, sin una grieta por la que hincarle el diente salvo…, salvo que la literatura, la ficción, haga de las suyas. Si hace siglos el periodismo y la ficción tenían poco que ver (en realidad, está frase constituye un falacia: sirva como ejemplo en sentido contrario El diario del año de la peste de Defoe), con los años, ambos métodos forman parte de la literatura, géneros que se hibridan y se nutren mutuamente alcanzando a veces cotas de grandeza insólita, como se descubre en Cunqueiro, Chaves Nogales, Pla, Azúa, Camba, Trapiello, Alvite, Murado, Vicent, Jabois o Millás por citar a algunos autores españoles al azar y que me sea excusado el olvido de otros. Porque el asunto del accidente del arquitecto adquiere proporciones de ficción cuando en la revista Letras Libres, en un artículo de 2002, Vila Matas afirma literalmente “mi tío abuelo Roberto conducía el tranvía que mató a Gaudí”, quien, según Xan Arias, tenía un “caminar pausado, absorto y en soledad a través de las calles desiertas” para regresar “de nuevo al templo, donde dormía desde la muerte de su colaborador y amigo entrañable Joan Matamala”. Tan proclive a mezclar vida y ficción como es Vila Matas cabe la posibilidad de que sea cierto que quien conducía el autobús que atropelló a Gaudí fuese su tío abuelo y también lo contrario: que ese ascendiente legendario, a lo mejor ficticio, ornamente la biografía de Enrique Vila Matas sin atenerse a realidad alguna. Pero en la muerte de Gaudí, aún se ceban otros elementos de ficción que en nada contradicen el artículo de Xan Arias sino que lo enriquecen con detalles y datos que, reales o no, imaginarios o no, le otorgan al escrito el aire de una novela, como una enredadera que se pega al muro del texto periodístico original. Porque en el capítulo II de La Plaza del Diamante, Mercè Rodoreda, en una conversación entre Colometa y Quimet, consigna: “Y mirando el mirlo fue cuando el Quimet empezó a hablar del señor Gaudí, que su padre le había conocido el día que le aplastó el tranvía, que su padre había sido uno de los que le habían llevado al hospital, pobre señor Gaudí, tan buena persona, mira qué muerte más miserable…” y aquí sí que entramos en la pura fantasía pues como escribía en su artículo Xan Arias, Gaudí fue abandonado por transeúntes y conductores de vehículos: a su alrededor todos se desentendieron del arquitecto a quien tomaban por un mendigo borracho, dada la humildad de sus ropas y su aspecto desastrado: y sólo aquel guardia civil de paisano, Ramón Pérez Vázquez, auxilió al herido acompañándolo a la casa de socorro, acto de generosidad que honra la memoria del guardia y que le reportó unas vacaciones que aprovechó para comer unos pimientos en Padrón y beber unos vasos de ribeiro (nadie va a impedirme que también yo introduzca ficción en la historia) y en Santiago, donde invitó a su novia a despachar algunos dulces en la pastelería Mora (si entonces existía) y la gente lo paraba en la calle para darle la enhorabuena porque en 1926, como ahora, como siempre, eran necesarios esos héroes que forjaban su leyenda limitándose tan sólo a cumplir con su deber, cosa que cada día nos cuesta más a los seres humanos en general salvo honrosas excepciones. Porque de vez en cuando, a la turbia realidad no le sienta nada mal una mano de fantasía.