Uno envejece en las peluquerías. O envejecía, al menos, en las sobrias peluquerías antañonas, donde de niño asistía a turbadoras conversaciones de adultos en las que se hablaba de lo divino y de lo humano sin trabas. Tal vez intuimos allí, por vez primera, los secretos vislumbrados de la idiosincrasia femenina, disidencias políticas en una época infausta, apotegmas acerca de las hazañas futbolísticas, batidas de cazadores, incursiones de pesca en los ríos, en fin, la esencia de un corazón masculino. Allí nos vio crecer el peluquero de siempre, nos afeitó el bozo primerizo, nos guiñó el ojo preguntándonos por nuestras novias inexistentes y nos regaló la carta de naturaleza de la madurez. Hubo confidencias, pactos, confesiones y bajo el tic-tic de la tijera que parecía un grillo incansable, perdimos cabellos e inocencia. Acaso ganamos cosas no cuantificables, como una calada furtiva a un cigarrillo o los refranes que estipulaban perfectamente el verdadero intríngulis de la vida. Olía a ronquina y a Varón Dandy y a loción para después del afeitado pero, sobre todo, olía a los códigos misteriosos de una secta reunida entre las paredes del establecimiento, frente a espejos que nos iban devolviendo, día tras día, nuestra imagen cada vez más espesa, más rotunda, más con su lugar en el mundo. También olía a hombre o a macho o a masculinidad si estas tres palabras no son sinónimas. En el espacio de una peluquería se dirimía el absoluto de la existencia. En esos establecimientos nos hicimos hombres y envejecimos. Porque llegaba el día en el que el peluquero comentaba sin darle importancia que tu coronilla iba despoblándose de cabello, más tarde tomaba la iniciativa de cortarte un pelo rebelde que asomaba en el lóbulo de la oreja y si al principio te causaba desazón y le decías que lo dejase allí, al cabo del tiempo uno se avenía a que eliminara aquel despropósito capilar. No mucho más tarde te anunciaba lo que ya sabías: que las canas habían empezado a proliferar en tu cabeza y que era inapelable el desgaste. Después, bastante después, el tiempo oneroso establecía que algunos pelillos rebeldes asomaran por los orificios nasales y aunque trataste de resistirte, terminaste aceptando, melancólico, que sí, que lo mejor era que los cortase el peluquero. La peluquería ya no era una opción estética sino una especie de cirugía que trataba, en vano, de retrasar el deterioro que a la postre, siempre termina por suceder. La muerte nos desgasta, incesante, escribió Borges en algún lugar. Te mirabas en el espejo, triste, y maldecías ese desgaste inevitable. Salías de la peluquería, como de la vida, un poco más viejo. Ya no te mirabas en el espejo para ver cómo te había dejado el peluquero sino que lo evitabas para ignorar cómo te iba dejando la vida, ese mal que, en palabras de Italo Svevo, a diferencia de otras enfermedades es siempre mortal. Porque cuando uno se mira en el espejo no quiere reconocerse, sólo resignarse.
LAS PELUQUERÍAS
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CHESI
CHESI
José María Pérez Álvarez,"Chesi", escribió"Nembrot" y"Cabo de Hornos", novelas espléndidas y aplaudidas desde la crítica como alta literatura contemporánea española. Anteriormente,"Las Estaciones de la Muerte" y"Un montón de años tristes", suponen para los ourensanos una vivencia especial al situar su acción en la capital y el Liceo. Su última novela,"La Soledad de las Vocales", simplemente, ¡extraordinaria!
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