Horacio aspiraba a la aurea mediocritas, dos palabras que se suelen utilizar de forma errónea, peyorativamente; lo que el poeta latino designaba con esa expresión era, mutatis mutandis, un ir pasando decorosamente, sin alharacas ni necesidades; en definitiva, vivir en paz. Durante siglos el mecenazgo artístico consistió en algo similar: los poderosos mantenían a los artistas a cambio de sus obras; los artistas podían dedicarse a la música, la escultura, la pintura o la literatura subvencionados por los señores aunque a veces tuviesen que pergeñar algo a mayor gloria del donante. Hoy, a falta de ese mecenazgo, las actividades de apoyo se encaminan hacia los artistas fallecidos. De laS obras sociales de las entidades bancarias vale más desconfiar; en cuanto a las ayudas de los gobiernos, conviene ceñirse a la frase de Kertzés en Liquidación: El apoyo estatal a la literatura es una forma estatalmente encubierta de la liquidación estatal de la literatura.
Mal que nos pese, cualquier manifestación artística (e incluyamos a la literatura en ese grupo) no es sino un combate solitario del autor contra sí mismo. Es cierto que luego, una vez concluida la obra, determinadas entidades y gobiernos podrían facilitar su llegada al mercado, abrir los caminos. Pero eso es secundario. Lo importante de la literatura, por ejemplo, es lo que sucede antes: lo posterior es un festín paraliterario, el acceso al circuito de distribución, entrevistas, presentaciones de libros, giras promocionales. Ciertamente, sería triste que una obra se quedara en el anonimato por falta de salida, de patronazgo, de apoyo. Pero no se puede, no se debe, aspirar a la gloria cuando uno se pone a esculpir, a pintar, a escribir, a componer. Es una perversión de partida que suele entorpecer una obra, desvirtuarla, convertirla en un producto para consumo para cuanta más gente, mejor. Ser hoy un artista minoritario parece un cáncer. La sociedad nos exige ventas, éxitos, fotografías. Poca gente que se dedique a una de esas actividades está dispuesto a malvivir en soledad, en la grisalla de la creación, si el producto final no halla repercusión entre la crítica pero, sobre todo, entre un público voraz, por lo general iletrado, que busca productos de consumo inmediato, fácil, que lo entretengan o diviertan y, a ser posible, que no lo hagan pensar. Se mastica, se dirigiere, se defeca, se olvida. ¿Cuántas obras leídas en la actualidad permanecerán indelebles en la memoria del lector como permanecen la Odisea, el Quijote, Guerra y paz, El castillo, Ulises?
No es que hoy no existan grandes autores en las modalidades mencionadas; los hay y espléndidos. Músicos, pintores, escritores, cineastas, escultores, fotógrafos. Pero la abundancia de productos ha propiciado la aparición de falsos artistas, de gentes que pergeñan su obra sin más, sin sentir la necesidad de hacerla y sólo desean el éxito inmediato y fácil, las reseñas en los medios, la aparición de los programas, el dinero. Se desvirtúa así la función última del arte: el producto trabajado, concienzudamente elaborado, que abra un nuevo punto de vista al que lo recibe; a ser posible que lo incomode, que lo desasosiegue, que le desbroce nuevas vías de placer y de conocimiento, que lo obligue a la revisión, a la relectura, a la reflexión. La memoria de esa obra (cuadro, libro, pintura, película, sinfonía) no debe ser la estela efímera que desaparezca sin dejar rastro alguno en nosotros sino el fósil que permanezca, que nos acompañe ya para siempre. Que recordemos con frecuencia, que nos haga compañía, que nos perturbe.
Lo efímero, lo inmediato, suelen ser baratijas que uno debería desechar. No conviene cargar con aquello que no es imprescindible o, por lo menos, necesario. Y el arte y la literatura son necesarios. Acaso no sean imprescindibles para la supervivencia pero sí lo son para mantener una vida más digna. Quizá, incluso, menos feliz pero siempre más rica. La inteligencia, la belleza, es destructora pero no hay destrucción más feraz. En ese sentido, acaso los científicos sean mucho más honestos y cuando surge uno con un falso descubrimiento, es casi de inmediato descubierto. En cambio, en literatura, pintura, cine, escultura, teatro o fotografía, los escenarios, museos, librerías y salas de cine se llenan de mediocres que no sienten lo que hacen, que son aficionados sin escrúpulos deseosos sólo de prosperar.
Lo malo es que no haya un público inteligente que desmonte tales patrañas y dejen de consumir semejantes chapuzas. Aunque, claro, en el fondo, ¿quién dictamina lo que es válido o lo que no? Pero cuanto más preparado y culto sea el público, menos ocasiones tendrán los chapuceros de dar gato por liebre.