A veces la vida se carga de un simbolismo tan evidente que resulta innecesario hacer hincapié en él. Hace unos años, cuando el invierno empezaba a cornear los callejones y los parques y las plazas y los puentes, murió un indigente de cuarenta y tres años mientras dormía en el portal de una sucursal bancaria. Era Vicente. Nada más: sin apellidos. Hay gente que sólo tiene nombre. Parece una canción de Sabina pero es una realidad tan constante en nuestras vidas, en nuestro mundo, que a veces pasa inadvertida. Vinieron esas noches heladas de invierno y una de ellas lo mató: lo remató.
La vida y él mismo al unísono se habían encargado de irlo debilitando día a día, hasta que su organismo, esquelético, no aguantó los grados bajo cero de aquella noche, mientras dormía entre cartones en el portal de una entidad bancaria. Era ya un montón de huesos que apenas se sostenía contra una esquina determinada, en una de las calles más comerciales de la ciudad, extendía la mano y pedía limosna sin decir palabra; pasábamos ante él como ante una estatua callejera, a veces le dábamos alguna moneda y seguíamos el camino tranquilamente.
El mundo está lleno de esos ejemplos, esos seres que sobreviven sin causar alboroto, sin dejar apenas memoria y que se van a morir a los sitios más inadecuados; o tal vez mueran en esos sitios inadecuados para recordarnos el contraste insoportable que es la existencia. La tierra prometida. En realidad, suena a literatura, a novela de Dostoyevski, suena, incluso, a mala literatura por evidente. Y el mundo es eso: mala literatura. De un realismo feroz. Pero la vida está más en las novelas de Dostoyevski que en los artificios de Vladimir Nabokov: dos rusos con un concepto de la literatura, y de la vida, tan opuestos. Los mendigos escogen sitios extraños para morirse o la existencia les suministra sitios extraños para matarlos.
Uno puede sentirse o no culpable de esas muertes ajenas: no sólo las que suceden en las esquinas de nuestras calles sino de las otras, de las que ocurren a cientos de kilómetros de nosotros, en el otro extremo del mundo; uno sospecha que existen secretos vínculos en todo lo que sucede a nuestro alrededor, que cuando hacemos algo estamos escribiendo también la historia de otros países, de otros pueblos. Los mendigos que mueren en África son los mismos mendigos de nuestra ciudad, de nuestra civilización: nos pertenece unívocamente todo: el amor y la muerte, el arte y la enfermedad, la alegría y la esperanza, los sueños y la miseria. Todos participamos de alguna forma en cualquier suceso de la humanidad y lamentamos las guerras y las muertes que de alguna forma nos mutilan aunque las veamos distantes como una estrella.
A veces mueren a nuestro lado mendigos familiares y uno cree percibir una señal secreta en su desaparición, una alerta, una falla en nuestra conciencia que suele pasar al lado de esos seres con la indiferencia de quien cree que es inútil luchar, que siempre existirán mendigos, que los mendigos deben morirse en los bancos o en los parques o debajo de los puentes. El pesimismo es la aceptación de lo que consideramos fatal e inevitable; y tal vez lo sea. Los indigentes mueren sin apellidos, con un nombre o un apodo. Como ellos, todos morimos sin alcanzar la tierra prometida.
Chesi
Nota: Éste es uno de los dos artículos de los que tengo constancia que en su día plagió Bryce Echenique. Asunto, por cierto, que ya ha quedado atrás. Soy muy torpe para el rencor; al menos, para el rencor duradero.