Uno se acostumbró mal y fue aprendiendo lo poco que sabe de la vida por los libros, por las novelas que le abrieron los sentidos. Ciertamente, existían el amor y la amistad, el rencor y la nostalgia, el miedo y la melancolía pero sólo cuando esas pasiones estuvieron reflejadas en las páginas de una ficción, uno comprendió la exactitud de su existencia. La fascinada infancia acaso la haya aprendido en las páginas de Proust y de Nabokov la elegancia del disparate; de Galdós la memoria ingrata de una España en blanco y negro, de pensiones y funcionarios, de estudiantes y sacristías.
Céline nos enseñó que la vida no era un flujo ordenado sino un torrente en el que resulta difícil deslindar el bien del mal o que ambos se entremezclan en los perdedores y en los héroes. Faulkner es el conflicto que sólo surge del alcohol y del talento. Por Gadda se conoce la exageración, el torrente verbal y el humor y de Svevo la conciliadora enfermedad que nos pone delante los límites que Lezama expandió con el exacto milagro del lenguaje.
Beckett nos abrió las puertas del humor negro del nihilismo. Döblin es la ciudad que late debajo de la ciudad, la sangre de los animales en los mataderos, Selby los personajes de los barrios bajos, las putas miserables, los delincuentes sin otro porvenir que abismarse en el mal. Kafka nos enseñó a pensar de otra manera, a mirar de otra forma la modernidad, a sentirnos aislados y caminar siempre con un abrigo largo y un pequeño sombrero, insectos o humanos.
Por Dostoyevski supimos los grados brutales de la pasión, de todas las pasiones, de todos los excesos: con él nos jugamos la vida en un azar casi siempre adverso, nos emborrachamos y miramos desde fuera el lujo de los palacios, vimos caer la nieve, asesinamos con nuestras manos a mujeres que no conocíamos, arrasamos en vodka cualquier atisbo de sentido común. Con Perec asistimos al juego subterráneo con el que la vida nos encaja en puzzles inexactos y Flaubert ordenó el mundo que hasta entonces era un caos que no entendíamos.
Thomas Mann y Henry James pulieron para siempre la nobleza de los personajes que se enfrentan a su destino confiando en la ciencia y en la cultura, aunque después esos principios se nos rompan al ver pasar en la calle a un adolescente hermoso. Con Genet descubrimos la perversión del mundo que no es sino la perversión de nuestra naturaleza a la que nunca nos enfrentamos.
De Sthendal recogimos un cierto código de honor, el afán de gloria, el arribismo, la mirada asombrada ante una obra de arte. Cortázar nos enseñó que debajo de las palabras latía una existencia para la que era necesario inventar otra forma de mirar, otra forma de ver, otra forma de enfrentarnos a nosotros mismos, que los objetos palpitan con un pulso inadvertido, que los días de la semana no se suceden con los nombres que nosotros les damos, que hay que rebautizar el mundo, darle la vuelta, descodificarlo.
Con Joyce lo descubrimos todo: la reversibilidad de las palabras, la naturaleza del ser humano, el sexo que nombramos como amor, el mito clásico que nos orienta y desorienta a la vez, el amor o el desamor por Dublín y la cerveza, el trago fatal de una vida que, quizá erróneamente, uno ha ido aprendiendo en los libros sin llegar a entenderla nunca.
Y así el mundo o la vida la atravesamos con ellos, con Eça de Queiros y Tolstoi, con Cervantes y Guimaraes, con Yourcenar y Goytisolo, con Fiztgerald y Rulfo, con Borges y Virginia Woolf y tantos otros que nos fueron desvelando las grietas en las que se esconde lo que somos, lo que fuimos, lo que acaso no debamos ser nunca. Perversiones de la edad, seguramente: me gusta más la vida en los libros que la otra.