La época de la poda da el pistoletazo de salida para la primavera. Los días son más largos, el primer sol tibio empieza a calentar las tardes serodias del invierno y ya quedaron felizmente atrás las estruendosas celebraciones que la navidad nos ha infligido. Uno hasta cree que el año recién comenzado puede ser distinto del anterior. Yo me paro a observar cómo una patrulla de jardineros apoyan las escaleras de mano en los troncos de los árboles de las plazas, de los jardines, de los parques y cuidadosamente proceden a cortar las ramas adecuadas para que una vez que llegue la primavera sigan creciendo lozanos y fuertes, para que nos presten la sombra adecuada en las horas de verano; son meticulosos en su trabajo, perseverantes, y atesoran la paciencia de quien sabe lo que se trae entre manos. A ellos les debemos el cuidado de las arboledas de esta ciudad, tan escasas, tan benefactoras.
Todo lo contrario que la banda de terroristas que se ha instalado en la jerarquía política, armados con motosierras implacables que recortan todo aquello que pasa por sus manos. Es más, sin tener conocimiento alguno de la materia, escalan a los troncos de los árboles y podan las ramas que no es necesario podar porque no son las que están estropeando el árbol, las que le impiden crecer y desarrollarse con normalidad; con sádica dedicación, no trabajan contra las ramas podridas que son las que constituyen la rémora que impide una floración adecuada. Confunden la poda con la tala. Los nombres de los primeros, aquellos que enfundados en sus monos, tratan con delicadeza las ramas de los árboles que es necesario cortar, no los sabemos: conocemos, sí, la cuidadosa ternura con la que trabajan; los nombres de los segundos sí: los leemos todos los días en los periódicos. Deberían colgar sus retratos en los muros de los árboles podridos y escribir debajo: SE BUSCA porque, deliberadamente, están podando lo innecesario o lo superfluo o lo sano y no tienen empacho alguno en proteger aquellos otros árboles podridos, carcomidos por la corrupción y la codicia que son los que no resultan necesarios, los que son nocivos. La casta política suele desconocer el arte de la poda: meten la sierra en los troncos que estaban sanos y olvidan los tocones como signos de su ferocidad salvaje y depredadora. Cuando ellos se vayan dejarán una patria plagada de árboles podridos o invasores que deberían ser talados y habrán desaparecido aquellos otros que de una forma u otra nos alegraban la vida y constituían nuestro consuelo. Hay, pues, jardineros locos e insensibles e indocumentados que arrasan la geografía de una manera devastadora y cruel: siempre están ahí, motosierra en mano, decididos a extirpar todo cuanto les moleste o les desagrade y respetando la podredumbre; hay otros, silenciosos, con contratos temporales y sueldos ajustados, que se entregan a su labor con delicadeza y ternura y saben perfectamente qué ramas hay que talar y cuáles hay que respetar, de forma que uno se pregunta si no deberíamos poner a estos últimos en los puestos políticos y a los primeros a recoger la mierda que ellos mismos esparcieron y que lamentablemente tendremos que comernos los demás.