LA MEMORIA DEL TABACO
Con esta cosa de la ley antitabaco o como demonios se llame, uno pone en marcha su memoria y no recuerda un cigarrillo que lo haya hecho especialmente feliz. La memoria del tabaco, de todos los cigarrillos consumidos a lo largo de la vida: los ideales clavados en un palillo a los que disparábamos en las barracas de las ferias, los celtas comprados con las pagas de los domingos, los ducados de la juventud, el camel de las discotecas, el winston de los bares o el marlboro que nos acompañó tantas mañanas perdidas (o ganadas, a saber) sobre un folio, mientras el humo nos suministraba en ocasiones compañía y en otras la fortuna de un hallazgo feliz en medio de una frase. El tabaco es un gesto. Quizá los fumadores de puros recuerden con exactitud el aroma y el sabor de un veguero después de una comida o su grata compañía en una sobremesa prolongada. El puro suele tener más memoria que el cigarrillo. La memoria de los cigarrillos es una memoria ajena, de películas o novelas. De películas en las que Humphrey Bogart encendía uno tras otro cigarrillos que iban empujándolo a la muerte o la pelea contra el tabaco que el protagonista de La conciencia de Zeno (esa obra maestra de la novela del siglo XX) mantenía a lo largo de sus páginas. La literatura está llena de personajes que fuman, adolescentes, mujeres, hombres; y sin embargo quizá sólo dos autores que yo conozca, Italo Svevo, en la obra que cité líneas arriba, y Cabrera Infante, le hayan dado categoría literaria a esa inclinación tan perversa en la actualidad. Hablaba de la memoria de los cigarrillos. Los encendíamos -lo confieso: los enciendo aún- con un gesto mecánico, sin pensar en ese acto que, acaso como a Bogart, nos acerque un paso más a lo que no queremos encontrarnos. Los encendíamos en los lugares más diversos: en las tascas, en los portales, en los patios de los colegios, en las playas, en los bosques, en los dormitorios, es decir, los encendíamos incluso cuando no era necesario encenderlos. Cierto que muchas veces, mientras los fumábamos, nos sirvieron de consuelo contra la soledad, contra el nerviosismo, contra la tristeza; otras veces creímos que nos hacían hombres más deprisa. Tal vez sólo nos envejecieran. Cuando uno mira atrás y hace un recuento de su vida (que es otro vicio: recordar) desgrana memorias de amores y libros y paisajes y músicas y aromas y vinos y cenas pero, ignoro por qué, al menos en mi caso, no conserva memoria alguna de un cigarrillo que lo haya hecho particularmente feliz: se recuerda más la columna de humo que el sabor del cigarrillo. Una paloma muere al chocar contra la columna de humo de un cigarro, escribió el fumador Lezama Lima. La vida es ese cigarrillo, breve, frágil, olvidado, que tantas veces fumamos sin placer, por puro hastío, por simple costumbre. Toda la puñetera vida son leyes que prohíben, decretos que vedan, supersticiones que amputan. Y para olvidar tantos obstáculos, uno va y enciende un cigarrillo y lo paladea despacio queriendo conservar la memoria eterna de ese único cigarrillo que no desea que se almacene en el olvido, como tantos otros.