Los hipocondríacos tenemos muy mala prensa. Los médicos acostumbran a decir que somos los peores pacientes y que en vez de disfrutar de cada instante de la vida, de esa prórroga que la existencia te concede a diario, vivimos agobiados al asumir las enfermedades de los demás y que presentimos la muerte con aprensiones que no se adaptan a la realidad.
No entienden que cuando hacemos nuestros los síntomas que los demás nos comentan, cuando en cualquier señal externa o malestar físico avistamos indicios de un final inmediato, sufrimos, sí, pero estamos buscando una esperanza, un consuelo, una prolongación de aquello que escribió hace tiempo Italo Svevo: A diferencia de las demás enfermedades la vida es siempre mortal. No me gustan las citas pero ésta creo que es la que más me marcó en mi vida (en mi vida de hipocondríaco irreparable). Pero los médicos no se dan cuenta de que precisamente por esa fragilidad que vislumbramos (errónea o certeramente) en la existencia, cada día nuevo que alcanzamos es una alegría inefable, un honor indecible, una sorpresa que agradecemos como un milagro.
Otros quizá descubran el amanecer como una consecuencia lógica de la noche pero nosotros lo vemos como un prodigio. Sí, ciertamente, nos preguntamos después cuánto durará ese prodigio, en qué hora de la inestable mañana se quebrará, en qué instante de la tarde va a pudrirse, en qué momento de una noche temida como un apocalipsis, nos reintegrará de nuevo a la hipocondría habitual, al desasosiego, a la presunción de muerte.
Los hipocondríacos somos una raza de permanente infelicidad pero de una continua exaltación de la dicha porque nos atolondra y sorprende y nos redime el encuentro con los amigos, la lectura de un libro, la música que escuchamos, el mundo que se sucede a nuestro alrededor ya que entendemos que todo ello son limosnas o dádivas de una existencia que no es sino un adversario al que hay que derrotar con esas mínimas trampas: el sabor del vino, el vuelo de las aves, el olor del mundo. Disfrutamos de aquello que Seifert utilizó para el título de un libro: Toda la belleza del mundo. Cada momento que para otros no es sino la consecuencia lógica de un devenir habitual, rutinario, que nos adeuda la vida, para nosotros es la sorpresa de estar vivos, de descubrir lo que nos rodea, de volver a disfrutar de lo mismo de ayer.
La vida no es sino acceder a lo de ayer con ojos distintos. Así que los hipocondríacos, que tenemos muy mala prensa, afilamos los sentidos, los convencionales y los secretos, y devoramos la vida en pequeños mordiscos delicados, con paladar de gourmets, mientras los otros, los que no lo son, se atiborran como gourmands tragaldabas y creen que mastican lo que la vida les adeuda cuando en realidad, lo cierto es que el destino no nos adeuda nada y todos los instantes que caen en nuestras manos son instantes, brevísimos instantes de felicidad que justifican la existencia de los hipocondríacos, esos locos intratables. Que les den a los cuerdos.