Por razones que no hacen al caso me vi en la obligación de recolocar los libros de mi biblioteca; una biblioteca apañada pero no gigantesca, en la que se acumulan los volúmenes de viejas editoriales con humilde tipografía que comencé a comprar en una adolescencia largamente sobrepasada, hasta las adquisiciones más recientes porque confieso que padezco ese fetichismo, tal vez pasado de moda, que consiste en preferir el papel a otro tipo de soporte para la lectura. Tuve que distribuir los libros en tres secciones distintas: en la librería del despacho, en una estantería de obra en la misma habitación pero más a desmando y el resto de los libros en el salón. Y encierra una dificultad nada desdeñable escoger los volúmenes de cuya lectura disfrutaste y a los que regresas con cierta asiduidad, relegar a un segundo plano aquellos que te satisficieron pero que sabes que no volverás a leer y expulsar lejos aquellos otros que te disgustaron y que ignoras cómo pudiste comprar a no ser que se justifique por esa edad voraz en la que uno leía todo lo que caía en sus manos. En ocasiones me detenía a mirar las anotaciones, los subrayados, las palabras cuyo significado ignoraba entonces y que escribía en los márgenes. Y me encontré dirigiéndome a los volúmenes como si tuvieran vida, preguntándoles a unos cómo demonios pude comprarte, dándoles las gracias a otros por los placeres proporcionados o tratando de discernir en qué momento de mi existencia los había leído. Era como si de repente los libros hubiesen cobrado vida y pudiese entablar con ellos conversaciones como las que se instauran entre amigos que hace tiempo que no se ven. Uno, de verdad, se siente arropado con los cientos de autores que sabe que forman ya parte de su existencia, que, sin que hayas sido consciente de ello, han forjado tu visión del mundo, de la amistad, de amor, de la sociedad. Creo haberlo escrito en algún otro artículo: pese a la experiencia personal de la amargura, de la amistad, del amor, del fracaso, del odio no supe con seguridad la verdadera dimensión de esos acontecimientos hasta que los vi por escrito. Una infancia proustiana o de Henry James, los mecanismos insospechados de la existencia en Kafka, las aventuras infantiles con Mark Twain o Guillermo Brown, la desesperación adolescente con Goethe, la literatura como juego en Cortázar, el futuro imposible o vedado en Beckett, el desencanto de la vida en Anne Sexton, el heroísmo en Homero o en Stendhal, el viejo imperio en Joseph Roth, las nuevas posibilidades narrativas en Gadda o en Pynchon. Uno pertenece a la literatura universal, donde caben el sudamericano, el gallego, el catalán, el italiano, el húngaro, el inglés: quien lee asume las múltiples nacionalidades de los autores que han ido modelando su concepción del mundo, incluso los atisbos de la lábil posibilidad de otra existencia si se adentra en los versos de san Juan de la Cruz o en los escritos de santa Teresa. Ya, cómo no, Cervantes habló de ese escrutinio en el Quijote. A medida que uno lee más ficción, cada vez que echa la vista atrás se encuentra con Cervantes. Creo que era Kundera quien decía que los novelistas sólo estaban en deuda con don Miguel. Y así me pasé tres semanas colocando en los huecos que yo creía adecuados los libros, a veces rectificando y exiliando a un lugar menos preeminente a alguien a quien había otorgado un sitio de honor o acercando a mí un libro al que en principio le concedí un lugar subalterno. Escribió Borges que colocar los libros era una sutil forma de crítica. Pero ese acto laborioso de clasificar y colocar los libros según intereses actuales que a menudo nada tienen que ver con los de diez años antes, encierra un peligro brutal: constatar la desaparición de volúmenes que estabas seguro de haber comprado, de tenerlos un día entre tus manos, de haberlos leído y que no están allí porque el desconsiderado a quien se los prestaste jamás tuvo la delicadeza de devolvértelos. Y de esa forma, a medida que iba colocando los libros iba asimismo tachando de mi lista de conocidos a unos cuantos indeseables a quienes dedico este texto y ellos saben por qué. Y por si no queda claro se lo digo yo: por cabrones.
EL ESCRUTINIO
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CHESI
CHESI
José María Pérez Álvarez,"Chesi", escribió"Nembrot" y"Cabo de Hornos", novelas espléndidas y aplaudidas desde la crítica como alta literatura contemporánea española. Anteriormente,"Las Estaciones de la Muerte" y"Un montón de años tristes", suponen para los ourensanos una vivencia especial al situar su acción en la capital y el Liceo. Su última novela,"La Soledad de las Vocales", simplemente, ¡extraordinaria!
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