Pasearse hoy por una librería es como hacerlo como una sección de enfermos terminales en un hospital o en una unidad de cuidados paliativos: es decir, está usted caminando entre cuerpos con vocación inmediata de cadáveres. Hablo, naturalmente, del libro de papel, ese soporte condenado a desaparecer en un plazo más breve que largo. La celebración del Día del Libro (por una vez respeto las mayúsculas) tiene que cambiar de nombre porque, originalmente, se refería a la edición impresa. Y eso, mal que nos pese a algunos nostálgicos (o pesimistas), está a punto de desaparecer. El Día del Libro, en la actualidad, debería ser como el día de fieles difuntos: uno lleva flores a los muertos, se reúne con los familiares, allegados o amigos y habla del fallecido o de otras anécdotas que de alguna forma palíen la ausencia del que ya no está entre nosotros. Por supuesto, y como dije en algún artículo refiriéndome a este mismo asunto y citando a Germán Sierra, no va a desaparecer el libro sino el soporte en el que desde hace siglos venimos disfrutándolo: el papel. Cuando entro en una librería me da ya la penosa impresión de que estoy entre cuerpos desahuciados, volúmenes que huelen a cadáver, a algo a punto de extinguirse y uno tiene deseos de colocar en los lomos de los libros un pequeño crisantemo y una plaquita que ponga RIP y señale “aquí yace…” Lo que hasta ahora era (y, de momento, sigue siéndolo) una celebración de la literatura, paulatinamente seguirá siendo una celebración de lo mismo pero uno no tendrá entre sus manos ese libro del que puede oler la tinta, comprobar la tipografía, hablar con otro comprador para ver qué le parece: más que un ritual de exaltación se está aproximando a una ceremonia de incineración. No es que la literatura en cualesquiera de sus modalidades vaya a extinguirse, sino que va a desaparecer una forma de enfrentarse a ella. Recuerden, por ejemplo, el momento en el que un creyente pudo coger la hostia en sus manos y llevarla a la boca; seguramente, unos siglos o unas décadas antes, les parecería a los sacerdotes poco menos que un sacrilegio. Evolucionan las formas, los modelos y casi nunca para peor. Quizá haya escrito ya de las tertulias en los mismos términos: hace años se reunía la gente a hablar en determinados lugares y aunque hoy resulte casi insólito, los mecanismos informáticos (blogs, twitter, facebook y demás) cumplen la misma función por otros medios. Sólo señalo que, dada mi edad, me dará pena tener que prescindir de las librerías convencionales, de los libros en papel, del olor de la tinta, del sonido leve como el aleteo inaudible de una mariposa al pasar las páginas, de comentar con el librero qué le pareció ese libro. De carecer de la compañía táctil de un volumen que en la noche parece que ayuda a resolver el día. Los buenos escritores seguirán estando ahí: en cualquier soporte: en papel, en un libro electrónico, en un ipad, en un ordenador. Pero hay algo, algo que no sé determinar, que se pierde. Como cuando antes te reunías alrededor del fuego de la lareira y charlabas o escuchabas y hoy una calefacción te proporciona ese mismo calor pero no ese sentido nostálgicamente poético (y acaso por ello erróneo) que ya pertenece a la leyenda. Perder las librerías, ahora que con la crisis cierran tantas, y el libro de papel, será algo difícil de asumir aunque terminaremos por acostumbrarnos: más puñaladas recibimos y sobrevivimos a ellas. Así que, aunque descreído, rezaré una oración por las almas de los libros en papel, de sus márgenes anotados, de sus frases subrayadas, de los préstamos y los chambos y de descubrir, en aquel libro que adquirimos de segunda mano, el exlibris de alguien que lo compró muchos años atrás y que dejó su firma para atestiguar el tiempo y la pertenencia. Por eso creo que el Día del Libro (sí, merece las mayúsculas) debería de ser un segundo día de fieles difuntos, para perpetuar la memoria de lo que se desvanece aunque lo que se desvanece dé lugar a un nuevo camino que seguramente nada tendrá que envidiar al que ya no conduce a ninguna parte.
EL DIA DEL LIBRO
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CHESI
CHESI
José María Pérez Álvarez,"Chesi", escribió"Nembrot" y"Cabo de Hornos", novelas espléndidas y aplaudidas desde la crítica como alta literatura contemporánea española. Anteriormente,"Las Estaciones de la Muerte" y"Un montón de años tristes", suponen para los ourensanos una vivencia especial al situar su acción en la capital y el Liceo. Su última novela,"La Soledad de las Vocales", simplemente, ¡extraordinaria!
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