A finales de 2006, mientras paseaba por Santiago de Compostela, en la plaza de Mazarelos, entré, casualmente, en la iglesia de La Compañía. Uno va a Santiago a recorrer sus calles, visitar las tascas, demorarse en los parques, recordar viejos tiempos y sumergirse en el tráfago de turistas, pero, como si alguien me reclamase, atravesé el pórtico de la iglesia y me encontré con la formidable sorpresa. Viejo y empecinado admirador de Julio Cortázar, yo, que no acostumbro a visitar iglesias (salvo en caso de depresión lacerante, cuando los ansiolíticos no hacen el efecto condigno ni reforzados con ribeiro y uno rehúye la multitud y entonces sí, aquella tasca tan a mano o aquella catedral protectora), penetré en ella para encontrarme, como si alguien me llamase o acudiese a una cita postergada por desidia, con una exposición dedicada al argentino. El retablo, los altares, el ábside, todo estaba traslapado por la presencia de Cortázar: fotografías en París, en Buenos Aires, en Bruselas, en Galicia; con la trompeta entre sus grandes manos, o el desolado cigarrillo en la izquierda, su picuda caligrafía. Reproducían su voz de erres atormentadas, aparecían las primeras ediciones de sus obras, las cartas manuscritas o mecanografiadas, sonaba música de jazz que arrumbaba al gregoriano a un destino subalterno en el que Charlie Parker derrotaba por KO a Mozart y Cristo era ese hombre alto, desgarbado, con el pertinaz aire de desorientación que parece aureolarlo y sólo faltaba un legionario que hundiera la lanza en el costado del escritor argentino para infligirle la llaga por la que se derramase el río abundante de sus ficciones. Un quiebro del azar me llevó hasta Julio Cortázar al que descubrí hace tantos años y que me descubrió otro modo de entender la literatura. Allí me refugié de todo y de todos, allí hablé en voz baja con él como quien reza porque cada cual tiene sus dioses aunque llegue un momento en la vida en el que renegamos de casi todas las deidades, así están situadas en la tierra, en las hornacinas o, dicen, en alguno de los cielos que parece ser que existen. Un milagro en una iglesia para quien no cree ni en milagros ni en iglesias. La Maga y Rocamadour, Lucas y Horacio Oliveira, Talita y Morelli eran los santos de esa religión agnóstica en la que uno desea acunarse para siempre: la palabra, las palabras, el evangelio según Julio Cortázar o algo así. A veces el azar es así de sorprendente: entras en una iglesia porque quieres oler el incienso y la soledad y te encuentras con Julio Cortázar y sales reconfortado y tiras los antidepresivos a la papelera más próxima, acudes a una taberna, pides un vaso de vino, enciendes un cigagho y aghastras las eghes por la garganta porque eres, sorprendentemente, feliz. O casi, allí, fumando en la puerta del bar, mirando hacia el pórtico de la iglesia por si, quién sabe, ves entrar o salir a Julio Cortázar y entonces.
EL AZAR
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CHESI
CHESI
José María Pérez Álvarez,"Chesi", escribió"Nembrot" y"Cabo de Hornos", novelas espléndidas y aplaudidas desde la crítica como alta literatura contemporánea española. Anteriormente,"Las Estaciones de la Muerte" y"Un montón de años tristes", suponen para los ourensanos una vivencia especial al situar su acción en la capital y el Liceo. Su última novela,"La Soledad de las Vocales", simplemente, ¡extraordinaria!
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