Soy neurótico, paranoico, pesimista. Un amigo mío psiquiatra asegura que soy un espécimen de bipolaridad clínico. No me importa. En el fondo, pienso, todos somos en mayor o menor medida bipolares: picos de exaltación ante la generosidad de una vida exultante y momentos de opacidad frente a las tristezas de una existencia demediada.
El problema es que en los momentos de angustia (bajón de la bipolaridad) le digo a mi mujer que desaparecieron las moscas y las mariposas. Ya no hablo de esos animales como símbolos de la literatura: desde Antonio Machado a Vladimir Nabokov.
Creo (acaso esté equivocado) que en veranos anteriores, un poco remotos ya porque el tiempo establece unas normas arteras (lo que pasó ayer a veces parece haber sucedido una década atrás y lo que vivimos hace veinte años se nos presenta como un anteayer casi próximo), la casa se llenaba de moscas y había que cerrar las ventas para evitar la invasión. Uno salía a pasear y las mariposas aleteaban entre las flores con esa delicadeza que sólo algún poema logró taxidermizar, si tal verbo existe.
Es entonces cuando mi mujer me dice que soy un pesimista incurable y que no veo moscas porque no existen animales estabulados en las cercanías, como antaño, y que no veo mariposas porque no voy al campo. Sé que no es cierto: las moscas que rebotaban en los cristales de las ventanas han desaparecido, las mariposas que se posaban en las ramas de los tiestos del balcón no han regresado. En ello veo una señal de algo catastrófico, el indicio de algún desmán cometido contra el planeta, de algún sacrilegio que atenta contra la rigurosa ley de la naturaleza. Mi mujer y el psiquiatra piensan que estoy medio loco. Y yo sé que no. Es cierto que las moscas eran molestas pero, coño, son seres vivos y formaban parte del paisaje.
Recuerdo a mi abuela, en las tardes tediosas de la siesta, con una especie de látigo, medio adormecida, atizándole a las moscas que no la dejaban en paz. Su zumbido parecía el eco de un río que fluía incansable. Hoy, de vez en cuando, aparece una mosca solitaria, triste, exiliada, perdida, como alguien que busca una patria hundida por un maremoto. A lo mejor tienen razón el psiquiatra y mi mujer: ambos pertenecen a una categoría frente a la cual, aunque estés en desacuerdo, lo mejor es poner cara de que tienen razón. Pero sigo pensando que se extinguen las moscas y las mariposas, que sólo perviven en algún poema, en la memoria de las tardes infantiles, en un tiempo dolorosamente extinto. Por no hablar de los escarabajos, que ésa es otra.