Algunos protestaron de forma más o menos airada cuando Víctor García de la Concha manifestó recientemente que hablábamos un español zarrapastroso (en definición del diccionario, vendría a significar desaseado, andrajoso, desaliñado y roto.) Creo que no es necesario ser un experto en la materia ni investigar a fondo el asunto para llegar a la misma conclusión que el director de la academia de la lengua (sin mayúsculas: la lengua es algo que vive con nosotros de una forma natural y no requiere ampulosidades innecesarias: posiblemente ni siquiera una academia). Dicha calidad de zarrapastroso aplicada al idioma no es un asunto de ahora sino que el castellano se ha ido degradando de manera gradual durante mucho tiempo y es difícil dilucidar si eso proviene de unos deficientes sistemas educativos o de que la gente, en general, apenas lee y muy raramente acude a los diccionarios cuando se encuentra con una palabra que no comprende. Creo (y seguramente me equivocaré, como de costumbre) que la perniciosa influencia de la televisión, los políticos y los periodistas (concedamos algunas honrosas excepciones) vapulea de modo sistemático el idioma y, a estas alturas de la vida, pienso que este país poseía dos tesoros: la geografía y la lengua. El primero de ellos ya ha sido esquilmado de manera impúdica entre los campos de golf, los adosados, las demoníacas urbanizaciones, las construcciones a pie de playa, los parques temáticos y los eólicos, las autopistas y, cómo no, los incendios. Nos queda, pues, pero herido de muerte, el segundo tesoro, el de la lengua que, poco a poco, nos estamos cargando también. Estoy de acuerdo con Víctor García de la Concha: se habla un español zarrapastroso, invadido por jergas, solecismos, errores de colegial y préstamos innecesarios de otras lenguas. Injerencias como los mensajes de texto y las herramientas informáticas, deterioran gravemente un idioma que, por supuesto, no es algo inmutable sino una corriente que evoluciona y a la que se van incorporando voces o giros de otros idiomas, argots de la calle o vocablos nuevos que proceden de recientes oficios que antes no existían y, al contrario, de la que desaparecen otros que cayeron en desuso. Se perpetran verdaderas tropelías pero quiero manifestar en primer lugar una que ha adquirido notoriedad últimamente: el verbo trasladar, que según el diccionario de la academia tiene los siguientes significados: 1) Llevar a alguien o algo de un lugar a otro. 2) Hacer pasar a alguien de un puesto o cargo a otro de la misma categoría. 3) Hacer que un acto se celebre en día o tiempo diferente del previsto. 4) Pasar algo o traducirlo de una lengua a otra. 5) Copiar o reproducir un escrito. El diccionario indica que esas son las cinco acepciones del verbo trasladar pero desde hace algún tiempo se ha puesto insensatamente de moda emplear dicho verbo en el sentido de transmitir y no es infrecuente (al contrario, ha pasado a ser un lugar común) leer que determinado político quiere trasladar a los ciudadanos un mensaje concreto. Ese político (y ahí es donde entran en juego los periodistas) debería, en vez de trasladar, transmitir o hacer llegar o comunicar o difundir ese mensaje concreto a la ciudadanía. Asunto que traslado a quien corresponda para que evite semejante crimen (lingüístico).
Si uno incurre en desperdiciar el ocio siguiendo un partido de fútbol a través de la televisión, asistirá a la mayor cantidad de necedades que se pueden atesorar en noventa minutos (más descuento): desde la desaparición de los artículos (corrió por banda derecha, centró con pierna izquierda), hasta la jubilosa invención de preposiciones (cometió una falta sobre), sin olvidar que a un equipo que no marcó goles le faltó definición (¡toma ya, Quevedo!) o que ceder la pelota a un jugador que está situado en la banda del terreno de juego significa abrir el campo y uno no entiende que a ese osado que emplea semejante galimatías no le hayan dado el Cervantes. Pasito a pasito, se instalan en nuestro vocabulario esas necedades (a salir del área de un campo de fútbol con el balón avanzando hacia el terreno contrario se le llama salir de la cueva, como si fuera una aparición mariana) que van invadiendo un idioma que, insisto, no es algo inmutable pero sí algo que debe respetarse y si uno no puede mejorarlo, que no lo destroce, porfa.
Otra de las atrocidades que ha logrado implantarse en el habla es la abstrusa expresión poner en valor. Se va a celebrar un congreso para poner en valor la obra de Fulanito. Por más vueltas que uno le da, no logra comprender exactamente qué significa poner en valor. Nada bueno puede ser.
En ese sentido, la jerga de los adolescentes es mucho más rica porque no proviene de la pedantería como los ejemplos hasta ahora citados, sino de unos códigos que emplean entre ellos para entenderse. Palabras como choni, cani, pelete, rabear, poligonero, litrona, potar, cumplen una función en el modo de expresarse en ese grupo: definen perfectamente, y en una sola palabra, aquello a lo que se refieren. No creo que Valle Inclán renunciara a incorporarlos a su escritura de haber conocido tales préstamos. Por el contrario, los provenientes de periodistas y políticos suelen ser ampulosos e imprecisos. Del vocabulario de ciertos tertulianos de la televisión, es mejor no hablar por pura higiene. Aunque sí incorporo un último ejemplo en este extenso catálogo de estropicios: churri. Al que pronunció tal palabra por primera vez deberían cortarle la lengua.
En fin, si ya nos hemos cargado una geografía, que al menos nos quede una lengua para pedir socorro y no tener que escribir S.O.S. Todo lo cual traslado a ustedes para poner en valor una lengua deteriorada y zarrapastrosa.