En 1983, un año después de conseguir el Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez viajó de incógnito a Galicia; de aquella estancia, tutelada por la discreción de Domingo García-Sabell (probablemente nadie como el entonces Delegado del Gobierno para acompañar al colombiano por Galicia) queda un artículo publicado en el diario El País en el que García Márquez cita, particularmente, la gastronomía gallega; cierto que no oculta su admiración por Santiago de Compostela, la arquitectura, la pátina increíble que la lluvia otorga a las piedras florecidas de nuestra capital. Habla en dicho artículo de la ría de Vigo y de la de Arosa (sic), de la plaza de Cambados, de la isla de La Toja (sic) y evoca un antiguo encuentro con Álvaro Cunqueiro en Barcelona en el que el mindoniense disertó, cómo no, acerca de la comida de Galicia, “y sus descripciones eran tan deslumbrantes que me parecieron delirios de gallego”. No resulta complicado imaginar a Álvaro y a Gabo frente a frente, posiblemente consumiendo algunas botellas de vino, enzarzados en el regocijo de las pitanzas y dejando de lado la literatura y sus miserias. En los escasos encuentros de escritores a los que me ha tocado asistir, siempre se crearon dos bandos contrapuestos: por un lado aquellos que una vez dictada la conferencia o finalizado el debate o concluido el coloquio, se reunían a cenar y dejaban colgada en el perchero su piel de escritores: hablaban de cuestiones cotidianas, del vino que se bebía, de los deportes que más les gustaban, de las nimiedades habituales de la existencia; por otro, aquellos que, tramitadas las imposiciones propias de dichos encuentros literarios, se buscaban en una esquina de la mesa y continuaban hablando de libros, de los que habían leído, de los publicados, de los otros en los que trabajaban, de las reseñas que atesoraban acerca de sus obras, de sus proyectos, de sus egos que se extendían sobre el mantel como una copa de vino derramada. Perezoso, siempre me senté en el lado de la mesa en la que se agrupaban los primeros, los que sabían que cuando finalizan los actos oficiales inherentes a tales celebraciones, se cuelga en el perchero el abrigo, el paraguas y la piel de escritor. El tiempo me ha ayudado a ver que quienes se reunían como en un cónclave para seguir parloteando de literatura, son ya una reconocida panda de cretinos por muy bien que escriban y mucho éxito que tengan. Pero volvamos a Cunqueiro y a García Márquez, a la orilla del Mediterráneo, contándose anécdotas (con frecuencia inventadas, supongo) de sus respectivas nacionalidades, especialmente de sus gastronomías y siendo conscientes, o no, de que están relatándose los entresijos de aquello que se dio en llamar “realismo mágico” y que no era sino una forma de ver la existencia marcada por sus orígenes, el caribeño de García Márquez, el gallego de Cunqueiro que, en el fondo, son el anverso y el reverso de la misma moneda. No se puede desterrar la idea de una línea de consanguinidad que enlace a Juan Rulfo con Valle Inclán, a Márquez con Cunqueiro, a Torrente con Alejo Carpentier. Algunas ficciones de Gabriel García Márquez bien pudieran tener a Galicia como escenario; y bastantes argumentos de Cunqueiro podrían transcurrir en la geografía de Colombia. Galicia debería ser una isla que pudiéramos trasladar al Caribe, como un arbusto trasplantado, y colocarla cerca de Cuba y de Puerto Rico y de Jamaica. En aquel artículo Márquez escribe: “Llovía en la ciudad, llovía en los campos intensos, llovía en el paraíso lacustre…” y al leer ese texto recientemente, recordé un libro breve de García Márquez titulado Isabel viendo llover sobre Macondo que constituía un capítulo de Cien años de soledad que el autor había desechado y que su editor rescató de la papelera y publicó en forma de relato independiente. Es otra de las ventajas del papel, cada día más exiliado del mundo literario, sobre la informática: si Márquez hubiese rechazado tal texto para la novela en su ordenador, ese cuento maravilloso no se hubiera recuperado jamás. Como escribí antes, Domingo García-Sabell ejerció de cicerone para Gabriel García Márquez durante su breve estancia clandestina en Galicia y dejó testimonio en otro artículo publicado en El País y titulado, si no me equivoco, Gabo, viendo llover en Compostela, por lo que deduzco que García-Sabell había leído (qué no habría leído Domingo García-Sabell) dicho capítulo desechado por García Márquez para Cien años de soledad que cité anteriormente. Ahí tienen ustedes al fácilmente reconocible Gabo, un autor adorado por la crítica y por el público, que desea expresamente viajar de incógnito por Galicia y entra en sus bares, se asoma a sus playas, se admira de la plaza del Obradoiro, a la que compara con la de Siena, a su parecer la más bella del mundo. Y en el artículo de García-Sabell hay un párrafo que merece la pena repetir y que viene a cuento con respecto a lo ya dicho acerca de las conversaciones no literarias entre Gabo y Álvaro. Escribe Domingo García-Sabell: “Nada hablamos de literatura -Gabo no es un literato-. Nada hablamos de eso, a Dios gracias”, lo cual humaniza a Gabriel García Márquez, de inmediato lo deslinda del torpe ejército de escritores que se levantan, viven, se acuestan con la piel de escritor bien ceñida al cuerpo. García Márquez pasó tres días en Galicia hablando de la piedra en la que crecía el musgo, de las comidas, de las islas, de sus mares y García-Sabell comenta en su artículo que ese viaje a Galicia quizá algún día “nos dará, en espléndidas páginas literarias, el resultado de tantas y tantas emociones por Gabo experimentadas.” Sin embargo, yo pienso que García Márquez ya nos había entregado esas páginas previamente, que en sus buenos libros (Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la Mamá Grande y otros) estaban ya las páginas que García-Sabell aguardaba en el porvenir. Porque en ese futuro de García Márquez, éste entregó los textos a mi entender menos brillantes de un autor de enorme talento que nació en Aracataca, sí, pero pocas cosas hubieran cambiado de haber nacido en Mondoñedo, por ejemplo.
NOTA: Este artículo surgió tras la lectura de otro aparecido en la separata El sábado (Faro de Vigo), el 13 de julio de 2013, titulado “La abuela gallega de García Márquez” y cuyo autor es Ceferino De Blas, a quien agradezco la información contenida en su texto.