Para A. M. y Ribadavia
Quienes tengan la santa paciencia de leer los artículos que desde hace algún tiempo vengo publicando en elcercano.com (que Alá los proteja) conocerán mi debilidad por el escritor irlandés Samuel Beckett que, quizá lo haya repetido en alguna otra ocasión, es para mí uno de los mejores escritores del siglo XX. Ciertamente, la lectura de sus obras no suele ser fácil y exige una atención infinita, una tenacidad a prueba de resignación y una paciencia que, como dije al principio, debe ser santa: con una diferencia: la santa paciencia con Samuel Beckett termina recompensando al obstinado lector y la santa paciencia con quien esto escribe, pues qué quieren que les diga.
Aparte de una notable biografía acerca del escritor irlandés (Samuel Beckett. El último modernista, de Anthony Cronin, editada por La Uña Rota) darse un paseo, largo, complejo, agotador, por las páginas de El innombrable, Malone muere, Esperando a Godot, Watt, Molloy, Textos para nada, Film, Belacqua en Dublín, Manchas en la oscuridad, Sueño con mujeres que ni fu ni fa, Mercier y Camier, es una empresa confortadora y con frecuencia, asimismo, frustrante. No es infrecuente que sus juegos de palabras, sus asociaciones de ideas, los recuerdos de la memoria que irrumpen en la narración actual, la condensación de las frases, la arbitraria puntuación, la reinterpretación del pasado, lleven a más de uno a dejar de lado a ese autor que, entre otras fuentes, bebió del tumultuoso torrente de su amigo y tutor James Joyce.
Una ciudad como Dublín que en el plazo escaso de veinticuatro años ve nacer a Joyce y a Beckett es una ciudad tocada por algún tipo de divinidad (¿cómo Mondoñedo, como Ourense?): quizá Irlanda sea ese paraíso literario. Por cierto, en el libro Cuerpos del rey, el brillantísimo Pierre Michon traza una imagen del dublinés que es más que recomendable como, por otra parte, es toda la literatura del francés.
James Joyce nace el 2 de febrero de 1882 y Samuel Beckett el 13 de abril de 1906 y unos cuantos años más tarde le conceden a este último el premio Nobel que le negaron al autor de Ulises. A modo de mera y fraudulenta reinterpretación de lo ya sucedido no sería de extrañar que el hecho de haberle otorgado el Nobel a Joyce hubiese dejado sin él a Beckett, que los suecos son muy dados a ciertos juegos compensatorios, más o menos como el jurado del premio Cervantes en España.
Todo este larguísimo exordio viene a cuento porque cuando disputaron Rafael Nadal y Wawrinka la final del Abierto de Australia (27 de enero de 2014), con victoria del jugador suizo, éste llevaba tatuado en su brazo izquierdo una variación, o una traducción libre, de una celebrada frase de Samuel Beckett: “Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”. Esta especie de aforismo es una suerte de apotegma beckettiano que entiende que cualquier proyecto literario está condenado al fracaso pero que, pese a ello, hay que seguir intentando una y otra vez conseguir algo, a lo mejor algo limitado, un buen sustantivo, un adjetivo acertado, una frase concluyente, un párrafo preciso, una página notable, un capítulo redondo, cualquier cosa que nos sirva para huir de ese fracaso al que parece estar condenada la literatura o cualquier expresión artística porque sospecho que los grandes autores de cualquier disciplina nunca quedan satisfechos con lo que han conseguido aunque al resto de los mortales nos parezca deslumbrante. Fracasa otra vez. Fracasa mejor. Fue, por cierto, una de las respuestas que Alfredo Bryce Echenique dio cuando le hicieron una de las múltiples preguntas acerca de sus plagios: “No se preocupen. La próxima vez fracasaré mejor”. Un tipo que cita a Beckett no puede ser un cabrón. Seguro que Bárcenas no cita a Beckett y de ahí su apodo.
A lo que iba: es de agradecer que en estos tiempos, cuando los tatuajes han superado ya lo de “amor de madre” y los corazones atravesados por una flecha y tienden hacia un experimentalismo pictórico que dejarían atónito a Brueghel o perpetúan (¿hasta cuándo?) los nombres de las personas que amamos o bien recurren a máximas chinas o árabes, haya un tenista suizo que lleva grabada en su brazo izquierdo una sentencia de ese escritor irlandés, alto, guapo, brillante y hermético que nos regaló, insisto, buena parte de la mejor literatura del siglo XX. Eso hace más llevadera la derrota de Nadal. Sería horrible que Wawrinka levantara el trofeo y leyéramos en su brazo izquierdo algo como Anne, te quiero o Viva Suiza o Contigo hasta el fin del mundo. O Todo por la patria. En el Abierto de Australia Wawrinka fracasó mejor, sin más.