Al llegar a cierta edad, cuando te suena una cara pero no logras localizar de qué la conoces, es que pertenece a alguien de la funeraria. Uno almacena en su memoria tantos cadáveres que no es infrecuente estar en un bar, que te salude un desconocido y te pases algunos minutos pensado qué vínculo te une a esa persona y al cabo de un tiempo lo descubras: el de la funeraria. Están por todas partes. La verdad es que constituye una humilde alegría seguir observando esos rostros que acompañaron a los muertos que forman parte de cualquier biografía. Al menos en las ciudades pequeñas no resultan insólitos tales tropiezos con unos rasgos vagamente familiares que pertenecen por lo general a ese gremio. Ese que te saluda por la calle y que te obliga a pasar unos minutos indagando por qué te sonríe al cruzarse contigo, no le des más vueltas: es de la funeraria. Con él coincidiste redactando una esquela o era el que empujaba el ataúd de un amigo o amortajó a un pariente. La verdad es que tiene algo de siniestra tanta casualidad inevitable y temes que cinco segundos antes de morir veas ese rostro que acecha con la infalibilidad de lo ya escrito. Tengo un amigo escritor que sostiene una teoría lúcida e inteligente: dice que si en el instante de morir realmente pasase delante de nosotros toda nuestra vida como algunos afirman, no moriríamos nunca ya que volveríamos a ver nuestro nacimiento, nuestra adolescencia, nuestra juventud, nuestra madurez y, claro, volveríamos a ver ese instante final en el que nuestra vida se desliza ante nuestros ojos de forma que otra vez veríamos, como en una espiral infinita, nuestro nacimiento y nuestra niñez y nuestra adolescencia y nuestra juventud y nuestra madurez y volveríamos a ver hasta el infinito ese instante en el que la vida se desliza ante nuestros ojos y otra vez a empezar en un giro interminable. Seríamos equívocamente inmortales. Los de la funeraria constituyen símbolos que nos recuerdan lo que nos espera a todos antes o después de forma que si uno está bebiendo la cerveza de la media tarde, completamente feliz (o casi), ajeno a los problemas que comúnmente nos agobian y se siente en paz consigo mismo y con el mundo, basta con que entre en el bar alguien con un rostro que tiene cierta familiaridad que uno no es capaz de descubrir de inmediato y cuando ese individuo salga del establecimiento nos quedaremos delante de la cerveza dándole vueltas al asunto intentando discernir de qué nos suena el rostro que acaba de irse; entonces uno pide la segunda cerveza reveladora y de repente, zas, descubre que ese hombre que se aleja con paso lento, es un tipo que trabaja en la funeraria y, sin saber bien por qué, se quiebra la fragilidad de la dicha que nos acompaña y el mundo nos parece un poco más gris que de costumbre porque por muchas vueltas que dé la vida al final acabaremos en manos de un sujeto como ése que dejó sobre la barra una taza de café vacía: esa persona rompe de inmediato la teoría de mi amigo escritor que es una teoría bastante optimista y como todas las teorías optimistas, suelen ser más utopías irrealizables que hipótesis confirmadas. Es cierto que los rasgos que tratas en identificar de los trabajadores de la funeraria te pueden estropear, si eres un hipocondríaco de manual, como el que esto escribe, alguna tarde o alguna noche pero uno no deja de sentir simpatía por esas personas que trabajan con la muerte, que se encargan de la desagradable tarea de amortajar los cadáveres, que te facilitan los trámites de las postrimerías de los seres que amas, que llevan los cadáveres hasta los cementerios, sellan los nichos y mantienen una seriedad de buenos profesionales que cumplen sus funciones con una disciplina escandinava. Quizá haya que ser especial para dedicarse a semejante oficio. Uno ya está en una edad en la que lo único que desea es que no tengan que encargarse los de la funeraria de su vida o de los restos de su vida, que tarden en aparecer y por eso, alguna que otra tarde, cuando tú estás bebiendo una cerveza en un bar y entra alguien cuyo rostro no acabas de localizar, que no sabes qué parentesco atribuirle, lo mejor es que le pagues la consumición, lo invites a ese café y ruegues a los dioses que requieras sus servicios cuanto más tarde mejor y si fuera posible que se realizase la teoría de tu amigo escritor, pues perfecto, aunque ese tipo de inmortalidad, me temo, la inmortalidad moribunda, debe de ser menos llevadera que la muerte y, claro, mientras uno redacta las últimas líneas del artículo, piensa en lo optimista que le ha salido el texto, así que lo mejor es acercarse al bar de la esquina, pedir una cerveza y beberla sosegadamente para conseguir una cierta paz que se verá fulminada no bien entre por la puerta alguien cuyo rostro crees reconocer, pero de qué demonios conozco yo a este tipo que me saluda, y al cabo de unos segundos descubres que es, cómo no, alguien de la funeraria.
Un rostro desconocido
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CHESI
CHESI
José María Pérez Álvarez,"Chesi", escribió"Nembrot" y"Cabo de Hornos", novelas espléndidas y aplaudidas desde la crítica como alta literatura contemporánea española. Anteriormente,"Las Estaciones de la Muerte" y"Un montón de años tristes", suponen para los ourensanos una vivencia especial al situar su acción en la capital y el Liceo. Su última novela,"La Soledad de las Vocales", simplemente, ¡extraordinaria!
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