Pocas veces he estado en hoteles de lujo y siempre me sentí extraviado, fuera de lugar. Uno ama las pensiones y las tascas más que aquellos lugares que parecen decorados de película por los que se mueven con naturalidad empresarios, gente famosa, personajes del mundo que entienden los mecanismos de una audaz supervivencia.
Los hoteles de lujo me desasosiegan por varias razones: como dije anteriormente, en ellos porque me manejo mal pero, sobre todo, por las mujeres de la limpieza. Sí, ese ejército de mujeres que cuando te levantas andan atareadas preparando las habitaciones. No puedo dejar de pensar que cuando yo salgo y ellas entran a limpiar saben perfectamente quién soy, mis gustos, mis defectos, mis inclinaciones más perversas. No me conocen de nada antes de entrar a adecentar la habitación pero cuando salen después de prepararla, con esa precisión que me parece insoportable, sé perfectamente que me conocen.
Por los pelos que quedan en la almohada, las arrugas de la ropa de la cama, la disposición del cepillo de dientes, las toallas que abandono arrugadas y húmedas, el casco de cerveza que queda en la mesa y el cenicero con una colilla, el libro a medio leer, la colocación de las maletas, la ropa que cuelgo en el armario; con esos datos, sé -presiento- que ellas establecen sin errores mi personalidad. Incluso intuyo que, sin maldad alguna, por deformación de oficio, entre ellas comentan mi carácter, el carácter de todos los habitantes del hotel, con una intuición más certera de la que puede tener un psiquiatra al cabo de varias sesiones de tratamiento con un paciente. Es como sentirse desnudo, desnudo de cuerpo y alma.
Presiento que, por una sola noche, saben de mí lo mismo que mi mujer después de veinte años de convivencia. Entro en un hotel como un anónimo individuo y salgo psicoanalizado y pienso que ellas proporcionan mis datos a la gerencia del hotel y en algún archivo consta mi expediente en el que figuran mis particularidades, mis entretenimientos, la espesura de mi ocio, mi forma de vestir y sobre todo, mi forma de ver el mundo.
Me dan miedo. Es algo irracional, lo comprendo, pero me obsesiona esa idea: la de que una mujer con quien no intercambié ni una sola palabra en mi vida, entre en la habitación de un hotel en el que dormí una noche y sea capaz de escribir mi biografía de forma implacable. Prefiero las pensiones. Me siento vinculado a ellas por un anonimato sin rastro alguno. Prefiero no ser nadie. Pasar de largo, no permanecer.