Hace tiempo, no sé si mucho o poco, había días en los que no te apetecía levantarte de la cama; el cuerpo reclamaba descanso o te invadía la pereza o simplemente nos deseabas enfrentarte al quehacer cotidiano cargado de rutinas y compromisos ineludibles que suelen ser los más prescindibles de los compromisos y, paradójicamente, los que más nos agobian. Uno recuerda aquellas mañanas en las que fingía alguna enfermedad para no tener que ir al colegio, alguna mentira para prolongar la estancia en la cama y llegar más tarde al trabajo o algún funeral inventado para no tener que acudir a una cena de exalumnos, que suelen ser reuniones con algo de velatorios anticipados en las que se evoca a los que fallecieron o se incurre en la nostalgia de una juventud ya extinta que, ni con recuerdos y anécdotas, podemos recuperar. Tienen un algo de aquelarre y de comprobación educada de lo cascajo que está fulanito que fue compañero de curso tuyo para su edad mientras fulanito piensa lo amojamado que estás tú, que fuiste compañero suyo, para tu edad. En fin, hace tiempo, uno padecía esos días con pereza gatuna en los que lo único que deseaba era seguir durmiendo. La vida pasa implacable o nos hiere implacable o nos traspasa implacable: puede conjugarse cualquier tiempo pero no el adjetivo: siempre es implacable y, como escribió Svevo, “a diferencia de las demás enfermedades la vida siempre es mortal”. Jornadas en las que ni siquiera deseabas salir de casa para no encontrarte con la hostilidad exterior. Una deserción de las angustias externas.
Serán cosas de la edad pero ahora son mayoría esas mañanas en las que uno carece de ganas de enfrentarse a lo que te espera ahí afuera porque sabes con precisión qué va a suceder y los días perdieron el misterio de antaño. Lo que te aguarda en el trabajo es lo mismo que te aguardó durante treinta años, lo que reencontrarás cuando regreses a tu casa es exactamente lo mismo que ayer y anteayer; pero lo más grave es que sabes que en cuanto pongas el pie en la calle y entres en una cafetería para desayunar, te darás de bruces con la asfixiante realidad que te asalta no bien abras los periódicos. Y, peor aun: sabes que las desgracias, adversidades, contrariedades, miserias, escándalos y otros fraudes que te suministran las hojas de un diario, no cesarán al día siguiente sino que probablemente se multiplicarán. Todo será más desgraciado, más adverso, más contrario, más mísero, más escandaloso: la rutina puede sorprendernos al alcanzar cotas que nunca sospechamos. Quizá, repito, sean achaques imputables a la edad y los jóvenes todavía se lancen a la calle con el hambre insaciable de su futuro. Dormir quizá sea una cobardía pero a nadie le hace daño una cura de sueño en los tiempos que corren. Cada día nos ponen más difícil vivir.