Estuve en Lisboa un par de veces e hice lo que hace casi todo el mundo en Lisboa: recorrer los barrios, entrar en los bares de ecos literarios, caminar por sus cuestas, subir a un tranvía, comer bacalao y escuchar fados. ¿Qué va a hacer uno a Lisboa, en Lisboa? Para el resto, basta con leer a Cardoso Pires en su Diario, El libro del desasosiego del heterónimo Bernardo Soares, tenedor de libros, o alguna novela de Saramago, tal vez El año de la muerte de Ricardo Reis. Me llamó la atención la figura de Fernando Pessoa; no sólo por la estatua de A Brasileira, allá, eternamente sentado en una silla de la terraza y donde todos se hacen fotos con él, quizá alguno confundiéndolo con un fadista o un político o un viejo actor: me llamó la atención porque era el personaje más vivo de la ciudad, por encima de viandantes, políticos, turistas, camareros y otra fauna lisboeta. Vendían fotografías de Pessoa, fulares con su rostro, camisetas con su imagen, chapas para la ropa e imanes para la nevera. Como muchos turistas (que los viajes suelen adocenar los gustos) me compré un imán con la efigie triste de Pessoa para la nevera de mi casa. Una figura nacional, Fernando Pessoa, como Cristiano Ronaldo pero sin cláusula de rescisión ni calzoncillos de marca. La nacionalidad de Fernando Pessoa radica en la cabeza y la de Ronaldo en los pies. Y yo pensé si en España podría hacerse eso, elegir, nemine discrepante, a un poeta nacional. Y con qué poeta. ¿Juan Ramón, Cernuda, Santa Teresa, Antonio Machado, Lorca? Aquí la palabra “nacional” suscitaría enconamientos y carnicerías como las de los monos en 2001: Una odisea del espacio. En vez de huesos enhestaríamos poemas y DNI y RH. Si alguien tratara de establecer ese poeta nacional al día siguiente nos echaríamos a la calle para manifestarnos, volverían a sublevarse los militares del norte de África, se reencarnaría don Pelayo, el alcalde de Móstoles lanzaría un bando, el pueblo los pueblos se saldrían a los caminos con mosquetones y guadañas, Agustina de Aragón se levantaría de su tumba. Los andaluces querrían un poeta andaluz, los catalanes uno catalán, los gallegos uno gallego, los vascos uno vasco. ¿Hay poetas vascos? ¿Catalanes, canarios, gallegos, cántabros, andaluces, extremeños? ¿Hay poetas?
En España no hay escritores en chapas ni en camisetas: en otros países los tenderetes y las tiendas están plagados con camisetas de Kafka, de Joyce, de Melville, de Beckett, de Cortázar, de Poe: aquí no: insertamos eslóganes e imágenes pero rehuimos el fetichismo de los escritores. (Reconozcamos que la imagen de Rosalía sí se ve en prendas de ropa autóctonas). Acaso los poetas nacionales no hagan falta o estén de más. Aparecen ciertos reclamos en centenarios, obras o antologías en ediciones caras, pero un poeta nacional aquí no sólo no existe: es imposible. De existir uno, nos llevaría a la guerra. Y sin haberlo leído. Si alguien esgrimiera, por ejemplo, a un poeta gallego, otro atacaría con uno andaluz; un vasco contra un extremeño; un asturiano contra un catalán; un canario contra un cántabro; un navarro contra un aragonés; un balear contra un murciano; un madrileño contra un riojano; un castellano manchego contra uno castellano leonés: nunca estaríamos de acuerdo. Emplearíamos sus versos como proyectiles y acabaríamos enredados en otra guerra civil por culpa de algo que nos importa un carajo, la poesía, que en el fondo únicamente nos serviría para dirimir el tedioso asunto de las patrias. Lo curioso de los poetas nacionales es que, pese a serlo, carecen de patria porque su obra va más allá de cualquier geografía. Quizá los poetas deban existir sólo en los libros, en la memoria, en el exergo de una esquela, en el eco de sus versos, en algunas placas conmemorativas. Aunque nadie merece una placa conmemorativa, que es una indecencia muy francesa.
Pero estoy feliz con mi imán de Fernando Pessoa en la nevera, allí, solo, como si esperase que yo fuera a abrirla y le sirviera un vino que nos beberemos lentamente, hasta hartarnos ambos de alcohol y de poesía y tal vez sentado con él en la cocina, descubriría los remotos rincones de Lisboa que no supe encontrar durante el viaje. Los poetas suelen ser buenos bebedores; los que no lo son acostumbran a ser malos poetas. Es cierto que hay abstemios que hacen buena poesía pero no son poetas, no son poetas nacionales: son poetas de salón que terminan por darle su nombre a un premio literario. Un poeta nacional debe dar trompicones por las calles del país, como Pessoa. En España es mejor no buscar un poeta nacional porque en vez de versos nos sale la bilis como argumento a favor y en contra. Así nos va. Yo me hago portugués y adoro a Pessoa, que es un poeta nacional enorme y dipsómano, un poeta nacional que traspasa las fronteras portuguesas, aunque sea en la nevera de mi casa, desde donde me toma de la mano y me inicia en un recorrido sorprendente y fantástico por esa Lisboa que no tuve la oportunidad de contemplar en los otros viajes reales, si es que la realidad no estriba en la forma de mirar alrededor, mirar como se nada existisse más allá del imán en blanco y negro que está adherido a la puerta de una nevera que si me atreviera a abrir extendería para mí una panorámica de Lisboa gracias a su poeta nacional cuyas patrias son múltiples.