Aquella media tarde, a la hora de la siesta, Rodrigo Rendueles, con voz de vituperio y cara de agrimensor, le confesó a su mujer que desde hacía tiempo tenía una amanta. Lo dijo así, remarcando un femenino innecesario, únicamente por reafirmar su condición de muy hombre. Y su mujer, de la que ni yo ni el propio Rendueles recordábamos su nombre, se encogió de hombros, hizo un gesto despectivo con el dedo corazón de la mano derecha y continuó picando patatas para tortilla.
Rodrigo Rendueles había quedado muy marcado desde que una vez naciera desnudo en medio de una pista forestal que el Seprona desde hacía años tenía en desuso como cortafuegos. Abandonado de madre y de padre incierto, quiso la casualidad, o el destino, o las dos cosas, incluso ninguna de ellas, que alguien del lugar lo encontrase dos días después al pie de un matojo de retama hiniesta con el puño en la boca y las nalgas peladas. A pesar de los esfuerzos de los servicios sociales, Rodrigo tuvo que pasar por varios centros de acogida y no pocas veces por el tribunal tutelar de menores sin que se pudiese hacer nada bueno de él. Con los dieciocho a punto de cumplir, en un descuido de la frontera, Rodrigo se coló a Francia con una maleta de derribo que encontró en un contenedor, unas calderillas en el bolsillo y un reloj de oro con leontina que se le había aparecido en un cajón del despacho del secretario del tribunal. En el país de más arriba, a fuerza de practicar, terminó convirtiéndose en todo un mercachifle a la par que afamado cantamañanas dada la poca seriedad con que adornaba sus transacciones. Aprendió a comer con baguete, a rebuscar en los mercados de pulgas, a decir mersí polocú y a tomar kir royal antes del dejenér. Con lo que nunca pudo fue con aquellos bollos con cuernos, empalagosos y mantequillentos con los que intentó tratarse de tú a tú inventando toda suerte de rellenos para hacerlos más llevaderos. Al final, después de varios intentos, se quedó con las lionesas que hacía acompañar con un café olé y un vaso con ó de robiné bien fresca uí mesié. Tirando de argucias, cara dura y una absoluta falta de escrúpulos, consiguió hacerse con el negocio de embotellado y distribución de agua mineral sin gas que ni era mineral ni nada y que salía del grifo pero que mediante un chapucero método de filtrado por medio de arena de río, conseguía dar el pego. A través de un contacto y este a su vez de otros más, se adjudicó la exclusiva de colocar en todos los edificios públicos de la ciudad dispensadores de agua en recipientes de veinticinco litros boca abajo. Después de haber conseguido reunir capital suficiente, consiguió la exclusiva de distribución y venta de gominolas en toda la red de colegios estatales. Aquello lo animó a dar el siguiente paso y se presentó al puesto de director del colegio que tenía más cerca de su casa. Y eligió aquel colegio porque le gustaba, tenía jardín en la entrada, muchas banderas colgadas de los mástiles y encima se llamaba liceo. Y él quería mandar, en lo que fuese que ya iba siendo hora. Le dijeron que primero y condición indispensable, tenía que saber leer y escribir y luego todo los demás. Rodrigo Rendueles no tenía ni lo primero ni todo lo demás. Un tiempo después conoció la noche, sus entresijos y a su mujer que también formaba parte de la noche y sobre todo de los entresijos. Y un día, en medio de una de esas noches, le dieron un cargo en la política, un traje de Yves Saint Laurent y una caja de Ferrero Rocher que aunque no eran franceses sí formaban parte del disfraz por su aspecto dorado de fortuna fácil y su forma redonda como los buenos negocios. Con un bolígrafo y un mechero Dupont completaron el cuadro. Y mesié Rendueles empezó a mandar. Al principio quiso hacerlo en grandes cantidades pero con el paso de los días y no sé cuantas negativas a sus pretensiones, tirones de orejas y portazos en la jeta, terminó por plegarse a las normas recogidas en el manual de la actividad. Pero no le importó porque ahora le llamaban mesié y por fin había aprendido a firmar con una firma ilegible de un solo trazo y palote después de coger carrerilla con el Dupont en la mano y contar hasta tres. Y se lo dijo a su mujer de la que ni él ni yo recordamos su nombre. Lo tengo todo: una amanta, ahora mando y además me llaman mesié.
Y Rendueles lo tenía todo: una vida alquilada, la sustancia del aguachirle y en las nalgas la punta de un pie.