Tras el ventanuco del desván, como cada día desde hacía ya, la espiaba acomodado en una caja que fue de doce sifones tintada de azul. Quiso la casualidad de una mañana que cuando sin querer, la vio. Había subido no recordaba a qué. El caso es que había subido. Hacía calor aquella mañana de julio y acumulado bajo el tejado, todo el bochorno de días atrás. Abrió el ventanuco de la pared, sacó la cabeza como pudo buscando el fresco de la mañana temprana y sin querer, la vio. Trajinaba desnuda en la cocina con un cacillo en la mano y en la otra un vaso de cristal. Se sobresaltó, y con la cabeza dentro, de un brinco, cerró los ojos. Y respiró. Profundo, casi se sonrojó. No estaba bien. Aquello no estaba bien. No debía. No podía. Volvió a asomarse furtivo y a sabiendas. Seguía allí. Sentada en una silla de la cocina, balanceando una pierna al compás, saboreaba desnuda supuso que un vaso de té apenas levantada y el pelo sin almohada. No estaba bien. Aquello no estaba bien. Cerró los ojos. Negó con la cabeza. Volvió a mirar un día de verano y treinta más. Y una pierna seguía balanceándose al compás. Casi de perfil, tenía apenas la treintena, el pelo del color de la grana y una teta moldeada en alabastro. Notó la tibieza del deseo subiendo desde abajo y la calentura multiplicada por cien agolpándose en la cara. Más de una vez se había cruzado con ella. Más de una vez habían coincidido en cualquier sitio sin que ella se diese cuenta. Marcial era un tipo anodino, sin gracia, sin talento para casi nada y lo más heroico en su vida había sido cagar a la primera en un bote de tomate triturado. Lo había intentado en uno de melocotones en almíbar pero aquello requería demasiada concentración y demasiada puntería. Se lo habían dicho en la farmacia: tres botes para tres días después de salir del médico. En realidad era una médica pero a él le tocaba mucho los cojones tener que confesarle a una tía que últimamente no cagaba demasiado bien. Queriendo ser delicado le había dicho que últimamente no conseguía efectuar deposiciones con normalidad. Parece ser que la médica- vamos a ver ¿Marcial no?, sí señora- le pidió que ampliase lo de normalidad. Ahí fue donde Marcial empezó a sentirse incómodo y violado en su intimidad. Por un instante se hizo el loco pero viendo que ella bolígrafo en ristre esperaba una respuesta coherente y al instante, ya de mala hostia, matizó que unas veces cagaba bien y otras peor. No soportaba a los médicos y mucho menos a las médicas de según qué. Toleraba, incluso entendía, que se dedicasen a los niños o a la tos irritativa pero se negaba a asumir que hubiese tías urólogas, relájese que esto no duele, que le inspeccionasen el pito, no se ponga rígido que es peor, o le palpasen la próstata. O especialistas en bandujos que lo obligasen con tres botes de plástico en días seguidos. Se levantó de repente y por un instante la perdió de vista. Se acabó el espectáculo, se dijo casi aliviado. Pero en unos segundos ella volvió a tomar asiento en la misma silla, casi de perfil espalda a la ventana y de nuevo con la pierna balanceada. Intentó dejar de mirarla. Sabía que estaba espiándola. No estaba bien. Aquello no estaba bien. Una cosa era mirar, mirar por casualidad, mirar de pasada o mirar porque sí. Pero aquello no era mirar. Si al menos ella lo supiese…Si al menos supiese que la estaba mirando, entonces, entonces sí sería mirar, mirar porque sí. Porque estaba buena y porque ella se lo estaba pidiendo. A ver. No sería una petición con palabras del estilo mírame que estoy muy buena y en pelotas para ti. No. No era eso. Había matices. Y es que con esto de las miradas, tenía experiencia. Miraba cuando debía, cuando podía, cuando no debía y cuando no podía también. Y eso, algún disgusto le había costado. Aquella remilgada que se había pasado veinticinco paradas de bus enseñándole las bragas al final se la había liado. Y eso que no daba para mucho a no ser que se le echase bastante imaginación porque con unas bragas desteñidas de lila y zapatos cuarteados de charol, a Marcial Vicente no se la levantaba ni dios. Dónde quedaban los encajes, las medias de cristal y la falda ceñida insinuando sin enseñar. Y en caso de, dónde las piernas abiertas enseñándolo todo desde lo más oscuro hasta el amanecer. Y el conductor, haga el favor, lo bajó casi a puntapiés en la siguiente parada. Y ella, eres un cerdo. Y él, tú también.
¿Marcial Vicente?
Yo.
Pase.
Sentada en la silla de consultar, apenas la treintena y el pelo color de la grana, tiéndase en la camilla, Marcial la reconoció. Baje el pantalón, ¿el calzoncillo también?,póngase de lado, encoja las piernas y contenga la respiración. Se embutió el guante lubricado hasta las cejas, no respire, cierre los ojos, relaje el culo, aquello no estaba bien, y cuente hasta dos.
3 comentarios en “Tras el ventanuco del desván”
Qué buenos son tus textos, condenado.
Chesi por dios, tus comentarios me ruborizan.
Es que no se puede contar mejor, o casi igual que el otro de la imaginación y el comentario superior.